Page 214 - veinte mil leguas de viaje submarino
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Poco y mal  respondí.

                   Así son los sabios. No saben. Bien, siéntese, que le voy a contar un curioso episodio de
                  esa historia.

                  El capitán se sentó en un diván y, maquinalmente, me ins-talé a su lado, en la penumbra.

                   Señor profesor, escúcheme bien, pues esta historia le in-teresará en algún aspecto, por
                  responder a una cuestión que sin duda no ha podido usted resolver.

                   Le escucho, capitán  le dije, no sabiendo bien adónde quería ir a parar y preguntándome
                  si tendría aquello rela-ción con nuestro proyecto de evasión.

                   Señor profesor, si no le parece mal nos remontaremos a 1702. No ignora usted que en esa
                  época, vuestro rey Luis XIV, creyendo que bastaba con un gesto de potentado para ente-rrar
                  los Pirineos, había impuesto a los españoles a su nieto el duque de Anjou. Este príncipe,
                  que reinó más o menos mal bajo el nombre de Felipe V, tuvo que hacer frente a graves
                  dificultades exteriores. En efecto, el año anterior, las casas rea-les de Holanda, de Austria y
                  de Inglaterra habían concerta-do en La Haya un tratado de alianza, con el fin de arrancar la
                  corona de España a Felipe V para depositarla en la cabeza de un archiduque al que
                  prematuramente habían dado el nom-bre de Carlos III. España hubo de resistir a esa
                  coalición, casi desprovista de soldados y de marinos. Pero no le faltaba el dinero, a
                  condición, sin embargo, de que sus galeones, car-gados del oro y la plata de América,
                  pudiesen entrar en sus puertos.

                  »Hacia el fin de 1702, España esperaba un rico convoy que Francia hizo escoltar por una
                  flota de veintitrés navíos bajo el mando del almirante Cháteau Renault, para protegerlo de
                  las correrías por el Atlántico de las armadas de la coalición. El convoy debía ir a Cádiz,
                  pero el almirante, conocedor de que la flota inglesa surcaba esos parajes, decidió dirigirlo a
                  un puerto de Francia. Tal decisión suscitó la oposición de los marinos españoles, que
                  deseaban dirigirse a un puerto de su país, y que propusieron, a falta de Cádiz, ir a la bahía
                  de Vigo, al noroeste de España, que no se hallaba bloqueada. El almirante de
                  Cháteau Renault tuvo la debilidad de plegarse a esta imposición, y los galeones entraron
                  en la bahía de Vigo. Desgraciadamente, esta bahía forma una rada abierta y sin defensa.
                  Necesario era, pues, apresurarse a descargar los galeones antes de que pudieran llegar las
                  flotas coaliga-das, y no hubiera faltado el tiempo para el desembarque si no hubiera
                  estallado una miserable cuestión de rivalidades. ¿Va siguiendo usted el encadenamiento de
                  los hechos?

                   Perfectamente  respondí, no sabiendo aún con qué mo-tivos me estaba dando esa lección
                  de historia.

                   Continúo, pues. He aquí lo que ocurrió. Los comercian-tes de Cádiz tenían el privilegio
                  de ser los destinatarios de todas las mercancías procedentes de las Indias occidentales.
                  Desembarcar los lingotes de los galeones en el puerto de Vigo era ir contra su derecho. Por
                  ello, se quejaron en Madrid y obtuvieron del débil Felipe V que el convoy, sin pro-ceder a
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