Page 219 - veinte mil leguas de viaje submarino
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El capitán Nemo y yo marchábamos uno junto al otro, di-rectamente hacia el fuego
                  señalado. El fondo llano ascendía insensiblemente. íbamos a largas zancadas, ayudándonos
                  con los bastones, pero nuestra marcha era lenta, pues se nos hundían con frecuencia los pies
                  en el fango entre algas y pie-dras lisas. Oía, mientras avanzaba, una especie de crepita-ción
                  por encima de mi cabeza, que redoblaba a veces de in-tensidad y producía como un
                  continuo chapoteo. No tardé en comprender que era el efecto de la lluvia que caía
                  violen-tamente sobre la superficie. Instintivamente me vino la idea de que iba a mojarme.
                  ¡Por el agua, en medio del agua! No pude impedirme reír ante una idea tan barroca. Pero es
                  que hay que decir que bajo el pesado ropaje y la escafandra no se siente el líquido elemento
                  y uno se cree en medio de una at-mósfera un poco más densa que la terrestre.

                  Tras media hora de marcha, el suelo se hizo rocoso. Las medusas, los crustáceos
                  microscópicos, las pennátulas lo iluminaban ligeramente con sus fosforescencias. Entreví
                  montones de piedras que cubrían mifiones de zoófitos y ma-torrales de algas. Los pies
                  resbalaban a menudo sobre el vis-coso tapiz de algas y, sin mi bastón con punta de hierro,
                  más de una vez me hubiera caído.

                  Cuando me volvía, veía el blanquecino fanal del Nautilus que comenzaba a palidecer en la
                  lejanía.

                  Las aglomeraciones de piedras de que acabo de hablar esta-ban dispuestas en el fondo
                  oceánico según una cierta regulari-dad que no podía explicarme. Veía surcos gigantescos
                  que se perdían en la lejana oscuridad y cuya longitud escapaba a toda evaluación. Habría
                  otras particularidades de dificil interpre-tación. Me parecía que mis pesadas suelas de
                  plomo iban aplastando un lecho de osamentas que producían secos chas-quidos. ¿Qué era
                  esa vasta llanura que íbamos recorriendo? Hubiera querido interrogar al capitán, pero su
                  lenguaje de ges-tos que le permitía comunicarse con sus compañeros durante sus
                  excursiones submarinas, me era todavía incomprensible.

                  La rojiza claridad que nos guiaba iba aumentando e inflamaba el horizonte. Me intrigaba
                  poderosamente la presencia de ese foco bajo las aguas. ¿Eran efluvios eléctricos lo que allí
                  se manifestaba? ¿Me hallaba acaso ante un fenómeno natural aún desconocido para los
                  sabios de la tierra? ¿O tal vez  pues reconozco que la idea atravesó mi cerebro  se debía
                  aquella inflamación a la mano del hombre? ¿Era ésta la que atizaba el incendio? ¿Acaso iba
                  a encontrar, bajo esas capas profundas, a companeros, amigos del capitán Nemo,
                  protagonistas como él de esa extraña existencia, a los que éste iba a visitar? ¿Hallaría yo
                  allí una colonia de exiliados que, cansados de las miserias de la tierra, habían buscado y
                  hallado la indepen-dencia en lo más profundo del océano? Todas estas locas ideas, estas
                  inadmisibles figuraciones, me asaltaban en tro-pel, y en esa disposición de ánimo,
                  sobreexcitado sin cesar por la serie de maravillas que pasaban ante mis ojos, no hu-biera
                  encontrado sorprendente la existencia de una de esas ciudades submarinas que soñaba el
                  capitán Nemo.

                  Nuestro camino estaba cada vez más iluminado. El blan-quecino resplandor irradiaba de la
                  cima de una montaña de unos ochocientos pies de altura. Pero lo que yo veía no era una
                  simple reverberación desarrollada por las aguas cristali-nas. El foco de esa inexplicable
                  claridad se hallaba en la ver-tiente opuesta de la montaña.
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