Page 271 - veinte mil leguas de viaje submarino
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No quise discutir inútilmente con el canadiense, y no res-pondí. Además, en aquel
                  momento se corrieron los paneles y la luz exterior irrumpió en el salón a través de los
                  cristales.

                  Estábamos, como he dicho, en el agua libre, pero a cada lado del Nautilus, y a una distancia
                  de unos diez metros se elevaba una deslumbrante muralla de hielo. La misma muralla por
                  encima y por debajo. Por encima, porque la su-perficie inferior del banco se desarrollaba
                  como un techo inmenso. Por debajo, porque el bloque volcado había encon-trado en las
                  murallas laterales dos puntos de apoyo que lo mantenían en esa posición. El Nautilus estaba
                  aprisionado en un verdadero túnel de hielo, de unos veinte metros de an-chura, lleno de
                  agua tranquila. Le era, pues, fácil salir de él marchando hacia adelante o hacia atrás para
                  hallar luego, al-gunos centenares de metros más abajo, un libre paso bajo la banca.

                  Se había apagado el techo luminoso y sin embargo el sa-lón resplandecía con una luz
                  intensa. Era debida a la pode-rosa reverberación con que las paredes de hielo reenviaban
                  violentamente el haz luminoso del fanal. Era indescriptible el efecto de los rayos voltaicos
                  sobre los grandes bloques ca-prichosamente recortados, en los que cada ángulo, cada arista,
                  cada faceta despedía un resplandor diferente, según la naturaleza de las venas que corrían
                  por el hielo. Era una mina deslumbrante de gemas, y particularmente de zafiros que
                  cruzaban sus destellos azules con los verdes de las esme-raldas. Matices opalinos de una
                  delicadeza infinita se insi-nuaban de vez en cuando entre puntos ardientes como otros
                  tantos diamantes de fuego cuyo brillo centelleante no podía resistir la mirada. La potencia
                  del fanal se centuplicaba en el hielo, como la de una lámpara a través de las hojas
                  lenticula-res de un faro de primer orden.

                   ¡Qué belleza! ¡Qué belleza!  exclamó Conseil.

                   Sí, es realmente un espectáculo admirable. ¿No es cierto, Ned?  dije.

                  -Sí, ¡mil diantres!  replicó Ned Land . ¡Es soberbio! For-zoso me es admitirlo, mal que
                  me pese. Nunca se ha visto nada igual. Pero este espectáculo puede costarnos caro. Y, por
                  decirlo todo, creo que estamos viendo cosas que Dios ha querido prohibir al ojo humano.

                  Tenía razón Ned. Era demasiado bello.

                  De repente, un grito de Conseil me hizo volverme.

                   ¿Qué pasa?  pregunté.

                   ¡Cierre los ojos el señor! No mire  dijo Conseil, a la vez que se tapaba los párpados con
                  las manos.

                   Pero ¿qué te ocurre, muchacho?

                  -¡Estoy deslumbrado, estoy ciego!

                  Involuntariamente miré al cristal, y no pude soportar el fuego que lo inflamaba.
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