Page 267 - veinte mil leguas de viaje submarino
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En mi propio nombre, señor.

                  Y mientras esto decía, el capitán Nemo desplegó una ban-dera negra con una gran N
                  bordada en oro en su centro. Y luego, volviéndose hacia el astro del día cuyos últimos
                  ra-yos lamían el horizonte del mar, dijo:

                   ¡Adiós, Sol! ¡Desaparece, astro radiante! ¡Duerme bajo este mar libre, y deja a la noche
                  de seis meses extender sus sombras sobre mi nuevo dominio!



                  15. ¡Accidente o incidente?



                  Al día siguiente, 22 de marzo, comenzaron los prepara-tivos de marcha a las seis de la
                  mañana, cuando los últimos resplandores del crepúsculo se fundían en la noche. El frío era
                  muy vivo. Resplandecían las constelaciones en el cielo con una sorprendente intensidad. En
                  el cenit brillaba la ad-mirable Cruz del Sur, la estrella polar de las regiones antár-ticas.

                  El termómetro marcaba doce grados bajo cero y el viento mordía agudamente la piel. Se
                  multiplicaban los témpanos en el agua libre. El mar tendía a congelarse por todas partes.
                  Las numerosas placas negruzcas esparcidas por su superfi-cie anunciaban la próxima
                  formación del hielo. Evidente-mente, el mar austral, helado durante los seis meses del
                  in-vierno, era absolutamente inaccesible. ¿Qué hacían las ballenas durante este período?
                  Sin duda debían ir por debajo del banco de hielo en busca de aguas más practicables. Las
                  focas y las morsas, acostumbradas a vivir en los más duros climas, permanecían en aquellos
                  helados parajes. Estos ani-males tienen el instinto de cavar agujeros en los ice fields, que
                  mantienen siempre abiertos y que les sirven para respi-rar. Cuando los pájaros, expulsados
                  por el frío, emigran ha-cia el Norte, estos mamíferos marinos quedan como los úni-co
                  dueños del continente polar.

                  Llenados ya los depósitos de agua, el Nautilus descendía lentamente. Al llegar a mil pies de
                  profundidad, se detuvo. Su hélice batió el agua y se dirigió al Norte a una velocidad de
                  quince millas por hora. Por la tarde, navegaba ya bajo el inmenso caparazón helado de la
                  banca.

                  Los paneles que recubrían los cristales del salón estaban cerrados por precaución, ya que el
                  casco del Nautilus podía chocar con cualquier bloque sumergido. Pasé, por tanto, aquel día
                  ordenando mis anotaciones. Tenía la mente em-bargada por los recuerdos del Polo.
                  Habíamos alcanzado ese punto inaccesible sin fatiga, sin peligro, como si nuestro va-gón
                  flotante se hubiese deslizado por los ralles del ferroca-rril. El retorno comenzaba
                  verdaderamente ahora. ¿Me re-servaría aún semejantes sorpresas? Así lo creía yo, tan
                  inagotable es la serie de maravillas submarinas. Desde que cinco meses y medio antes el
                  azar nos había embarcado allí, habíamos recorrido catorce mil leguas, y en ese trayecto,
                  más largo que el del ecuador terrestre, ¡cuántos curiosos o terribles incidentes habían
                  jalonado nuestro viaje! ¡La caza en los bosques de Crespo, el encallamiento en el estrecho
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