Page 265 - veinte mil leguas de viaje submarino
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Convenido esto, me fui a buscar a Ned Land, al que desea-ba llevar conmigo. Pero el
                  obstinado canadiense rehusó. Pude darme cuenta de que su mal humor y su taciturnidad
                  aumentaban de día en día. Pero, después de todo, no sentí excesivamente su obstinación en
                  esa circunstancia, al consi-derar que había demasiadas focas en tierra y que más valía no
                  someter al empedernido pescador a esa tentación.

                  Tras desayunar, me dirigí a tierra, con el capitán Nemo, dos hombres de la tripulación y los
                  instrumentos, es decir, un cronómetro, un anteojo y un barómetro. El Nautilus se había
                  desplazado unas cuantas millas durante la noche. Se hallaba a algo más de una legua de la
                  costa en la que se eleva-ba un pico muy agudo de unos cuatrocientos a quinientos metros de
                  altura.

                  Durante la breve travesía, vi numerosas ballenas de las tres especies propias de los mares
                  australes: la ballena franca o right whale de los ingleses, que no tiene aleta dorsal; la
                  hump back, balenóptero de vientre arrugado y de grandes aletas blancuzcas que, pese a su
                  nombre, no forman alas, y, por último, la fin back, de un marrón amarillento, el más
                  vi-vaz de los cetáceos. Este poderoso animal se hace oír desde muy lejos cuando proyecta a
                  gran altura sus columnas de aire y de vapor que semejan torbellinos de humo. Todos es-tos
                  mamíferos evolucionaban en grupos por las aguas tran-quilas. Era bien visible que esa zona
                  del Polo antártico servía de refugio a los cetáceos acosados con exceso por la persecu-ción
                  de los cazadores.

                  Vi también unas largas cadenas blancuzcas de salpas, especies de moluscos agregados, y
                  medusas de gran tamaño que se balanceaban entre los vaivenes de las olas.

                  A las nueve, pusimos pie en tierra. El cielo se aclaraba. Las nubes huían hacia el Sur y la
                  bruma abandonaba la superfi-cie fría de las aguas. El capitán Nemo se dirigió hacia el pico
                  que sin duda había elegido como observatorio. La ascensión fue penosa, sobre lavas agudas
                  y piedra pómez y en medio de una atmósfera a menudo saturada por las emanaciones
                  sulfurosas de las fumarolas. Para un hombre desacostum-brado a pisar la tierra, el capitán
                  escalaba las rampas más es-carpadas con una agilidad y una elasticidad que yo no podía
                  igualar y que hubiese envidiado un cazador de gamos. Nece-sitamos dos horas para
                  alcanzar la cima del pico de pórfido y de basalto. Desde allí, la vista dominaba un vasto
                  mar que, hacia el Norte, trazaba claramente su línea terminal sobre el fondo del cielo. A
                  nuestros pies, campos deslumbrantes de blancura. Sobre nosotros, un pálido azul, despejado
                  de bru-mas. Al Norte, el disco del sol como una bola de fuego ya recortada por el filo del
                  horizonte. Del seno de las aguas se elevaban en magníficos haces centenares de líquidos
                  surti-dores. A lo lejos, el Nautilus parecía un cetáceo dormido. Detrás de nosotros, hacia el
                  Sur y el Este, una tierra inmen-sa, un caótico amontonamiento de rocas y de bloques de
                  hielos cuyos confines no se divisaban.

                  Al llegar a la cima del pico, el capitán Nemo fijó cuidado-samente su altura por medio del
                  barómetro, pues debía te-nerla en cuenta en su observación.

                  A las doce menos cuarto, el sol, al que únicamente había-mos visto hasta entonces por la
                  refracción, se mostró como un disco de oro y dispersó sus últimos rayos sobre aquel
                  continente abandonado en aquellos mares no surcados ja-más por hombre alguno.
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