Page 261 - veinte mil leguas de viaje submarino
P. 261

de diversas especies, unas extendidas sobre el sue-lo, otras echadas sobre bloques de hielo a
                  la deriva, mientras otras salían o entraban en el mar. Por no haber visto jamás al hombre, no
                  huían al acercarnos. A la vista de tan gran nú-mero calculé que allí había materia de
                  provisión para varios centenares de barcos.

                    ¡Menos mal que Ned Land no nos ha acompañado!  dijo Conseil.

                   ¿Por qué dices eso?

                   Porque el feroz cazador habría hecho una carnicería. Habría matado todo.

                   Todo es mucho decir, pero creo, sí, que no hubiéramos podido impedir a nuestro amigo
                  arponear a algunos de es-tos magníficos cetáceos. Lo que no habría dejado de disgustar al
                  capitán Nemo, pues él rehúsa verter inútilmente la san-gre de los animales inofensivos.

                   Y tiene razón.

                   Claro que sí, Conseil. Pero, dime, ¿has clasificado ya es-tos soberbios especímenes de la
                  fauna marina?

                   El señor sabe muy bien que la práctica no es mi dominio. Cuando el señor me haya
                  enseñado el nombre de esos ani-males...

                   Son focas y morsas.

                   Dos géneros que pertenecen a la familia de los pinnípe-dos, orden de los carniceros,
                  grupo de los unguiculados, subclase de los monodelfos, clase de los mamíferos,
                  ramifi-cación de los vertebrados.

                   Bien, Conseil, pero estos dos géneros, focas y morsas, se dividen en especies y si no me
                  equivoco tendremos aquí la ocasión de observarlos. En marcha.

                  Eran las ocho de la mañana. Nos quedaban cuatro horas por emplear hasta el momento en
                  que pudiéramos efectuar con utilidad la observación solar. Dirigí mis pasos hacia una
                  amplia bahía que se escotaba en los graníticos acantilados de la orilla.

                  Desde allí y hasta los límites de la vista en torno nuestro las tierras y los témpanos estaban
                  invadidos por los mamífe-ros. Involuntariamente, busqué con la mirada al viejo Pro-teo, al
                  mitológico pastor que guardaba los inmensos reba-ños de Neptuno. Eran sobre todo focas.
                  Formaban grupos, machos y hembras; el padre vigilaba a la familia, la madre amamantaba
                  a sus crías; algunos jóvenes, ya fuertes, se emancipaban a algunos pasos. Cuando estos
                  mamíferos se desplazaban lo hacían a saltitos por la contracción de sus cuerpos,
                  ayudándose torpemente con sus imperfectas aletas que, en la vaca marina, su congénere,
                  forma un verdadero antebrazo. En el agua, su elemento por excelencia, estos ani-males de
                  espina dorsal móvil, de pelvis estrecha, de pelo raso y tupido, de pies palmeados, nadan
                  admirablemente.
   256   257   258   259   260   261   262   263   264   265   266