Page 258 - veinte mil leguas de viaje submarino
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Por poco que lo haga, me bastará respondió el capitán.
Hacia el Sur y a unas diez millas del Nautilus un islote soli-tario se elevaba hasta una altura
de unos doscientos metros. Hacia ese islote nos dirigíamos, pero prudentemente, pues el
mar podía estar sembrado de escollos.
Una hora más tarde alcanzamos el islote. Invertimos otra hora en circunvalarlo. Medía de
cuatro a cinco millas de cir-cunferencia. Un estrecho canal le separaba de una tierra de
considerable extensión, un continente tal vez cuyos límites no podíamos ver. La existencia
de esa tierra parecía dar ra-zón a las hipótesis de Maury. El ingenioso americano ha
ob-servado, en efecto, que entre el Polo Sur y el paralelo 60 el mar está cubierto de hielos
flotantes de enormes dimensio-nes que no se encuentran nunca en el Atlántico Norte. De
esa observación ha concluido que el círculo antártico encie-rra extensiones de tierra
considerables, puesto que los ice-bergs no pueden formarse en alta mar, sino únicamente en
las cercanías de las costas. Según sus cálculos, las masas de los hielos que envuelven al
Polo austral forman un vasto casquete cuya anchura debe alcanzar cuatro mil kilóme-tros.
El Nautilus, por temor a encallar, se detuvo a unos tres ca-bles de un banco de arena
dominado por un soberbio con-glomerado de rocas. Se lanzó el bote al mar y embarcamos
el capitán, dos de sus hombres, portadores de los instrumen-tos, Conseil y yo. Eran las diez
de la mañana. No había visto a Ned Land. Sin duda, el canadiense no quería aceptar el error
de su predicción sobre nuestra marcha al Polo Sur. Unos cuantos golpes de remo
condujeron al bote hasta la orilla, donde encalló en la arena.
Retuve a Conseil en el momento en que se disponía a sal-tar a tierra, y, dirigiéndome al
capitán Nemo, le dije:
-Le corresponde a usted el honor de pisar el primero esta tierra.
Sí, señor, en efecto respondió el capitán , y lo hago sin vacilación porque ningún ser
humano ha plantado hasta ahora el pie en esta tierra del Polo.
El capitán Nemo saltó con ligereza sobre la arena. Una viva emoción le aceleraba el
corazón. Escaló una roca que dominaba un pequeño promontorio y allí, con los brazos
cruzados, inmóvil, mudo, y con una mirada ardiente, per-maneció durante cinco minutos en
el éxtasis de su toma de posesión de aquellas regiones australes. Luego, se volvió ha-cia
nosotros.
Cuando usted quiera, señor profesor me gritó.
Desembarqué, seguido de Conseil, dejando a los dos hombres en el bote.
El suelo estaba cubierto por una alargada toba de color rojizo, como de ladrillo pulverizado.
Las escorias, las cola-das de lava y la piedra pómez denunciaban su origen volcá-nico. En
algunos lugares ligeras fumarolas que emanaban un olor sulfuroso atestiguaban que los
fuegos internos conser-vaban aún su poder expansivo. Sin embargo, y aunque subí a una
alta peña, no vi ningún volcán en un radio de varias mi-llas. Sabido es que en estas