Page 276 - veinte mil leguas de viaje submarino
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Se puso inmediatamente manos a la obra con un tesón in-fatigable. En lugar de excavar en
torno al Nautilus, lo que ha-bría procurado dificultades suplementarias, el capitán Nemo
hizo dibujar el gran foso a ocho metros de la línea de babor. Luego los hombres taladraron
el trazo simultánea-mente en varios puntos de su circunferencia. Los picos ata-caron
vigorosamente la compacta materia y fueron extra-yendo de ella gruesos bloques. Por un
curioso y específico efecto de la gravedad, los bloques así desprendidos, menos pesados
que el agua, volaban, por así decirlo, hacia la bóveda del túnel que cobraba por arriba el
espesor que perdía por abajo. Pero poco importaba eso con tal que la pared inferior fuera
adelgazándose.
Tras dos horas de un trabajo ímprobo, Ned Land regresó extenuado. Tanto él como sus
compañeros fueron reempla-zados por nuevos trabajadores, a los que nos unimos Con-seil
y yo, bajo la dirección del segundo del Nautilus.
El agua me pareció singularmente fría, pero pronto me calentó el manejo del pico. Mis
movimientos eran muy li-bres, pese a producirse bajo una presión de treinta atmós-feras.
Cuando regresé, tras dos horas de trabajo, para tomar un poco de alimento y de reposo,
encontré una notable diferen-cia entre el aire puro que me había suministrado el aparato
Rouquayrol y la atmósfera del Nautilus ya cargada de ácido carbónico. Hacía ya cuarenta y
ocho horas que no se renova-ba el aire y sus cualidades vivificantes se habían debilitado
considerablemente.
A las doce horas de trabajo no habíamos quitado más que una capa de hielo de un metro de
espesor, en la superficie delimitada, o sea, unos seiscientos metros cúbicos. Admi-tiendo
que cada doce horas realizáramos el mismo trabajo, harían falta cinco noches y cuatro días
para llevar a término nuestra empresa.
¡Cinco noches y cuatro días, cuando no tenemos más que dos días de aire en los
depósitos! dije a mis compa-ñeros.
Sin contar precisó Ned que una vez que estemos fuera de esta condenada trampa
estaremos aún aprisionados bajo la banca y sin comunicación posible con la atmósfera.
Reflexión justa. ¿Quién podía prever el mínimo de tiem-po necesario para nuestra
liberación? ¿No nos asfixiaríamos antes de que el Nautilus pudiera retornar a la superficie
del mar? ¿Estaba destinado a perecer en esa tumba de hielo con todos los que encerraba? La
situación era terrible, pero to-dos la habíamos mirado de frente y todos estábamos
decidi-dos a cumplir con nuestro deber hasta el final.
Según mis previsiones, durante la noche se arrancó una nueva capa de un metro de espesor
al inmenso alvéolo. Pero cuando por la mañana, revestido de mi escafandra, recorrí la masa
líquida a una temperatura de siete grados bajo cero, observé que las murallas laterales se
acercaban poco a poco. Las capas de agua alejadas del foso y del calor desprendido por el
trabajo de los hombres y de las herramientas, tendían a solidificarse. Ante este nuevo e
inminente peligro, se redu-cían aún más nuestras posibilidades de salvación. ¿Cómo