Page 279 - veinte mil leguas de viaje submarino
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Hay que hacer la prueba  dije resueltamente.

                   Hagámosla, señor profesor.

                  El termómetro registraba siete grados bajo cero en el ex-terior.

                  El capitán Nemo me condujo a las cocinas, donde funcio-naban grandes aparatos
                  destiladores que suministraban agua potable por evaporación. Se les llenó de agua y se
                  des-cargó sobre ella todo el calor eléctrico de las pilas a través de los serpentines bañados
                  por el líquido. En algunos minutos, el agua alcanzó una temperatura de cien grados y pudo
                  ser enviada hacia las bombas mientras iba siendo continuamen-te renovada. El calor
                  desarrollado por las pilas era tal que el agua fría extraída del mar llegaba ya hirviendo a los
                  cuerpos de las bombas tras haber atravesado los aparatos.

                  A las tres horas del comienzo de la operación el termóme-tro marcaba en el exterior seis
                  grados bajo cero. Habíamos ganado un grado. Dos horas después, el termómetro no
                  in-dicaba más que cuatro grados.

                   Lo conseguiremos  dije al capitán, tras haber seguido y controlado por numerosas
                  observaciones los progresos de la operación.

                   Creo que sí  me respondió . Evitaremos el aplastamien-to. Ya sólo nos queda por temer
                  la asfixia.

                  Durante la noche, la temperatura del agua subió hasta un grado bajo cero. No se pudo
                  elevarla más, pero como la con-gelación del agua marina no se produce más que a dos
                  gra-dos bajo cero, quedé definitivamente tranquilizado ante el peligro de la solidificación.

                  Al día siguiente, 27 de marzo, se habían arrancado ya seis metros de hielo del alvéolo y
                  quedaban solamente cuatro. Eso significaba cuarenta y ocho horas más de trabajo. Y el aire
                  no podía ya ser renovado en el interior del Nautilus, por lo que aquel día nuestra situación
                  fue empeorando más y más.

                  Me abrumaba una pesadez invencible, una sensación de angustia que alcanzó un grado de
                  opresión intolerable hacia las tres de la tarde. Los bostezos dislocaban mis mandibulas.
                  Jadeaban mis pulmones en busca del fluido comburente, in-dispensable a la respiración,
                  que se rarificaba cada vez más. Tendido, sin fuerzas, casi sin conocimiento, me embargaba
                  una torpeza física y moral. Mi buen Conseil, aquejado de los mismos síntomas, sufriendo
                  idénticos padecimientos que yo, no me dejaba, me apretaba la mano, me animaba. A ve-ces
                  le oía murmurar:

                   Si yo pudiera no respirar, para dejar más aire al señor.

                  Me venían las lágrimas a los ojos al oírle hablar así.

                  Nuestra situación en el interior era tan intolerable que cuando nos llegaba el turno de
                  revestirnos con las escafan-dras para ir a trabajar lo hacíamos con prisa y con un
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