Page 280 - veinte mil leguas de viaje submarino
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senti-miento de intensa felicidad. Los picos resonaban sobre la capa helada, los brazos se
fatigaban, las manos se desollaban, pero ¡qué importaban el cansancio y las heridas! ¡Allí el
aire vital llegaba a los pulmones! ¡Se respiraba! ¡Se respiraba!
Y, sin embargo, nadie prolongaba más de lo debido su tiempo de trabajo. Cumplida su
tarea, cada uno hacía entre-ga a sus compañeros jadeantes del depósito que debía ver-terle
la vida. El capitán Nemo era el primero en dar ejemplo. Llegada la hora, cedía su aparato a
otro y regresaba a la at-mósfera viciada de a bordo, siempre tranquilo, sin un
desfa-llecimiento, sin una queja.
Aquel día se realizó con más vigor aún el trabajo habitual. Quedaban solamente por
arrancar dos metros. Dos metros de hielo nos separaban tan sólo del mar libre. Pero los
de-pósitos estaban ya casi vacíos de aire. Lo poco que quedaba debía reservarse a los
trabajadores. Ni un átomo para el Nautilus.
Cuando regresé a bordo, me sentí sofocado. ¡Qué noche! Imposible es describir tales
sufrimientos. Al día siguiente, a la opresión pulmonar y al dolor de cabeza se sumaban unos
terribles vértigos que hacían de mí un hombre ebrio. Mis compañeros padecían los mismos
síntomas. Algunos hom-bres de la tripulación emitían un ronco estertor.
Aquel día, el sexto de nuestro aprisionamiento, el capitán Nemo, estimando demasiado
lento el trabajo del pico, deci-dió aplastar la capa de hielo que nos separaba aún del agua
libre. Este hombre había conservado su sangre fría y su ener-gía, y pensaba, combinaba y
actuaba, dominando con su fuerza moral el dolor físico.
Por orden suya se desplazó al navío de la capa helada en que se sustentaba, y cuando se
halló a flote se le haló hasta si-tuarlo encima del gran foso delimitado según su línea de
flo-tación. Luego, al ir llenándose sus depósitos de agua, des-cendió hasta encajarse en el
alvéolo. Toda la tripulación subió a bordo y se cerró la doble puerta de comunicación. El
Nautilus se hallaba así sobre la capa de hielo, que no excedía de un metro de espesor y que
las sondas habían agujereado en mil puntos.
Se abrieron al máximo las válvulas de los depósitos, y cien metros cúbicos de agua se
precipitaron en ellos, aumentan-do en cien mil kilogramos el peso del Nautilus.
Olvidando nuestros sufrimientos, esperábamos, escuchá-bamos, abiertos aún a la esperanza
de la última baza a la que jugábamos nuestra salvación.
A pesar de los zumbidos que llenaban mis oídos pude oír los chasquidos que bajo el casco
del Nautilus provocó su des-nivelamiento. Inmediatamente después, el hielo estalló con un
ruido singular, semejante al del papel cuando se rasga, y el Nautilus descendió.
Hemos pasado murmuró Conseil a mi oído.
No pude responderle. Cogí su mano y se la apreté en una convulsión involuntaria.