Page 278 - veinte mil leguas de viaje submarino
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Señor Aronnax  me dijo , hay que recurrir a algún me-dio heroico. Si no, vamos a
                  quedarnos sellados, como en el cemento, por esta agua solidificada.

                   Así es  dije . Pero ¿qué hacer?

                   ¡Ah, si mi Nautilus fuera capaz de soportar esta presión sin quedar aplastado!

                   ¿Por qué dice eso?  pregunté, no comprendiendo la idea del capitán.

                   ¿No comprende que si así fuera la congelación del agua habría de ayudarnos? ¿No se da
                  cuenta de que por su solidifi-cación haría estallar estos bloques de hielo que nos
                  aprisio-nan, al igual que hace estallar a las piedras más duras? Sería un agente de salvación
                  en vez de serlo de destrucción.

                   Sí, tal vez, capitán. Pero por mucha resistencia que pue-da ofrecer el Nautilus no es capaz
                  de soportar esta espantosa presión sin aplastarse como una chapa.

                   Lo sé, señor. No hay que contar con el socorro de la na-turaleza, sino únicamente con
                  nosotros mismos. Hay que oponerse a la solidificación. Hay que contenerla, frenarla. No
                  sólo se estrechan las paredes laterales, sino que, además, no quedan más de diez pies de
                  agua a proa y a popa del Nau-tilus. La congelación nos acosa por todas partes.

                   ¿Durante cuánto tiempo nos permitirá respirar a bordo el aire de los depósitos?

                  El capitán me miró de frente.

                  -Pasado mañana, los depósitos estarán vacíos.

                  Me invadió un sudor frío. Y, sin embargo, su respuesta no debía asombrarme. El Nautilus
                  se había sumergido bajo las aguas libres del Polo el 22 de marzo y estábamos a 26. Hacía
                  ya cinco días que vivíamos a expensas de las reservas de a bordo. Y lo que quedaba de aire
                  respirable había que desti-narlo a los trabajadores. En el momento en que esto escribo, mi
                  impresión es aún tan viva, que un terror involuntario se apodera de todo mi ser y me parece
                  que el aire falta a mis pulmones.

                  Entretanto, el capitán Nemo, inmóvil, silencioso, refle-xionaba. Era manifiesto que una idea
                  agitaba su mente. Pero parecía rechazarla, responderse negativamente a sí mismo, hasta que
                  por fin la exteriorizó.

                   Agua hirviente  murmuró.

                   ¿Agua hirviente?  dije sorprendido.

                   Sí, señor. Estamos encerrados en un espacio relativa-mente restringido. ¿No se podría
                  elevar la temperatura de este medio y retrasar su congelación mediante chorros de agua
                  hirviente proyectados por las bombas del Nautilus?
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