Page 281 - veinte mil leguas de viaje submarino
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De repente, el Nautilus, llevado por su tremenda sobre-carga, se hundió como un obús bajo
                  las aguas, por las que cayó como lo hubiera hecho en el vacío.

                  Toda la fuerza eléctrica se aplicó entonces a las bombas que inmediatamente comenzaron a
                  expulsar el agua de los depósitos. Al cabo de unos minutos, se consiguió detener la caída. Y
                  muy pronto, el manómetro indicó un movimiento ascensional. La hélice, funcionando a
                  toda velocidad, sacu-dió fuertemente al casco del navío hasta en sus pernos, y nos impulsó
                  hacia el Norte.

                  Pero ¿cuánto tiempo podía durar la navegación bajo el banco de hielo hasta hallar el mar
                  libre? ¿Tal vez un día? Yo habría muerto antes.

                  A medias reclinado en un diván de la biblioteca, jadeaba por la opresión pulmonar. Mi
                  rostro estaba amoratado, mis labios, azules, mis sentidos, abotargados. Ya no veía ni oía
                  nada y mis músculos no podían contraerse. Había perdido la noción del tiempo y me sería
                  imposible decir las horas que transcurrieron así. Pero sí tenía conciencia de que comenza-ba
                  la agonía, de que iba a morir..

                  Súbitamente, volví en mí al penetrar en mis pulmones una bocanada de aire. ¿Habíamos
                  emergido a la superficie del mar y dejado atrás el banco de hielo? ¡No! Eran Ned y Conseil,
                  mis dos buenos amigos, que se habían sacrificado para salvarme. En el fondo de un aparato
                  quedaban algunos átomos de aire y en vez de respirarlo lo habían conservado para mí, y
                  mientras ellos se asfixiaban, me vertían la vida gota a gota. Quise retirar de mí el aparato,
                  pero me sujetaron las manos, y durante algunos instantes respiré voluptuosa-mente.

                  Miré al reloj. Eran las once de la mañana. Debíamos estar a 28 de marzo. El Nautilus
                  navegaba a la tremenda velocidad de cuarenta millas por hora y se retorcía en el agua.

                  ¿Dónde estaría el capitán Nemo? ¿Habrían sucumbido él y sus compañeros?

                  En aquel momento, el manómetro indicó que nos hallá-bamos tan sólo a veinte pies de la
                  superficie, separados de la atmósfera por un simple campo de hielo. ¿Sería posible
                  rom-perlo? Tal vez. En todo caso, el Nautilus iba a intentarlo. En efecto, pude advertir que
                  adoptaba una posición oblicua, in-dinando la popa y levantando su espolón. Había bastado
                  la introducción de agua para modificar su equilibrio. Impeli-do por su poderosa hélice atacó
                  al ice field por debajo como un formidable ariete. Iba reventándolo poco a poco en
                  suce-sivas embestidas para las que tomaba impulso de vez en cuando dando marcha atrás,
                  hasta que, por fm, en un movi-miento supremo se lanzó sobre la helada superficie y la
                  rom-pió con su empuje.

                  Se abrió la escotilla, o mejor, se arrancó, y el aire puro se introdujo a oleadas en el interior
                  del Nautilus.
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