Page 76 - veinte mil leguas de viaje submarino
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El capitán Nemo pulsó tres veces un timbre eléctrico. Las bombas comenzaron a expulsar
                  el agua de los depósitos. La aguja del manómetro iba marcando las diferentes presiones con
                  que se acusaba el movimiento ascensional del Nautilus, hasta que se detuvo.

                   Hemos llegado  dijo el capitán.

                  Me dirigí a la escalera central que conducía a la platafor-ma. Subí por los peldaños de metal
                  y, a través de la escotilla abierta, llegué a la superficie del Nautilus.

                  La plataforma emergía únicamente unos ochenta centí-metros. La proa y la popa del
                  Nautilus remataban su disposi-ción fusiforme que le daba el aspecto de un largo cigarro.
                  Observé que sus planchas de acero, ligeramente imbricadas, se parecían a las escamas que
                  revisten el cuerpo de los grandes reptiles terrestres. Así podía explicarse que aun con los
                  mejores anteojos este barco hubiese sido siempre tomado por un animal marino.

                  Hacia la mitad de la plataforma, el bote, semiencajado en el casco del navío, formaba una
                  ligera intumescencia. A proa y a popa se elevaban, a escasa altura, dos cabinas de paredes
                  inclinadas y parcialmente cerradas por espesos vidrios len-ticulares: la primera, destinada al
                  timonel que dirigía el Nautilus, y la otra, a alojar el potente fanal eléctrico que ilu-minaba
                  su rumbo.

                  Tranquilo estaba el mar y puro el cielo. El largo vehículo apenas acusaba las ondulaciones
                  del océano. Una ligera brisa del Este arrugaba la superficie del agua. El horizonte, limpio
                  de brumas, facilitaba las observaciones. Pero no había nada a la vista. Ni un escollo, ni un
                  islote. Ni el me-nor vestigio del Abraham Lincoln. Sólo la inmensidad del océano.

                  Provisto de su sextante, el capitán Nemo tomó la altura del sol para establecer la latitud.
                  Debió esperar algunos mi-nutos a que se produjera la culminación del astro en el
                  hori-zonte. Mientras así procedía a sus observaciones ni el menor movimiento alteró sus
                  músculos. El instrumento no habría estado más inmóvil en una mano de mármol.

                   Mediodía  dijo . Señor profesor, cuando usted quiera.

                  Dirigí una última mirada al mar, un poco amarillento por la proximidad de las tierras
                  japonesas, y descendí al gran sa-lón. Allí, el capitán hizo el punto y calculó
                  cronométrica-mente su longitud, que controló con sus precedentes obser-vaciones de los
                  ángulos horarios. Luego me dijo:

                   Señor Aronnax, nos hallamos a 1370 15' de longitud Oeste.

                   ¿De qué meridiano?  pregunté vivamente, con la espe-ranza de que su respuesta me
                  diera la clave de su nacionalidad.

                   Tengo diversos cronómetros ajustados a los meridianos de Greenwich, de París y de
                  Washington. Pero, en su honor, me serviré del de París.

                  Su respuesta no me revelaba nada. El comandante prosi-guió:
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