Page 74 - veinte mil leguas de viaje submarino
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que a algunos metros por debajo de la superficie reina la más absoluta tranquilidad. Sí, éste
                  es el navío por excelencia. Y si es cierto que el ingenie-ro tiene más confianza en el barco
                  que el constructor, y éste más que el propio capitán, comprenderá usted la confianza con
                  que yo me abandono a mi Nautilus, puesto que soy a la vez su capitán, su constructor y su
                  ingeniero.

                  Transfigurado por el ardor de su mirada y la pasión de sus gestos, el capitán Nemo había
                  dicho esto con una elocuencia irresistible. Sí, amaba a su barco como un padre ama a su
                  hijo. Pero esto planteaba una cuestión, indiscreta tal vez, pero que no pude resistirme a
                  formulársela.

                   ¿Es, pues, ingeniero, capitán Nemo?

                   Sí, señor profesor. Hice mis estudios en Londres, París y Nueva York, en el tiempo en
                  que yo era un habitante de los continentes terrestres.

                   Pero ¿cómo pudo construir en secreto este admirable Nautilus?

                   Cada una de sus piezas, señor Aronnax, me ha llegado de un punto diferente del Globo
                  con diversos nombres por destinatario. Su quilla fue forjada en Le Creusot; su árbol de
                  hélice, en Pen y Cía., de Londres; las planchas de su casco, en Leard, de Liverpool; su
                  hélice, en Scott, de Glasgow. Sus de-pósitos fueron fabricados por Cail y Cía., de París; su
                  maqui-naria, por Krupp, en Prusia; su espolón, por los talleres de Motala, en Suecia; sus
                  instrumentos de precisión, por Hart Hermanos, en Nueva York, etc., y cada uno de estos
                  provee-dores recibió mis planos bajo nombres diversos.

                   Pero estas piezas separadas hubo que montarlas y ajus-tarlas  dije.

                   Para ello, señor profesor, había establecido yo mis talleres en un islote desierto, en pleno
                  océano. Allí, mis obreros, es decir, mis bravos compañeros, a los que he instruido y
                  forma-do, y yo, acabamos nuestro Nautilus. Luego, una vez termina-da la operación, el
                  fuego destruyó toda huella de nuestro paso por el islote, al que habría hecho saltar de poder
                  hacerlo.

                  -Así construido, parece lógico estimar que el precio de costo de este buque ha debido ser
                  cuantiosísimo.

                   Señor Aronnax, un buque de hierro cuesta mil ciento veinticinco francos por tonelada.
                  Pues bien, el Nautilus des-plaza mil quinientas. Su costo se ha elevado, pues, a un mi-llón
                  seiscientos ochenta y siete mil quinientos francos; a dos millones con su mobiliario y a
                  cuatro o cinco millones con las obras de arte y las colecciones que contiene.

                   Una última pregunta, capitán Nemo.

                   Diga usted.

                   Es usted riquísimo, ¿no?
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