Page 145 - Romeo y Julieta - William Shakespeare
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que un cambio de sitio pudiera en algo variar sus sentimientos. «¿De qué me vale -se decía-
amar a una ingrata que de tal modo me desdeña? A todas partes la sigo, y no hace más que
huírseme; yo no me siento bien sino cuando estoy a su lado, y ella no halla contento sino
ausente de mí. Quiero no verla más en lo adelante; pues, no viéndola, quizás este fuego
mio, que toma alimento y sostén de sus ojos, se amortiguará poco a poco.» Pero todos estos
planes quedaban en un segundo deshechos, y así, no sabiendo el joven por qué resolverse,
pasaba noches y días en quejumbres extraordinarias; pues Amor le había tan bien impreso
en el alma la hermosura de la doncella, le estrechaba tan fieramente, que, no pudiendo
resistirle, sucumbía bajo su peso y se acababa insensiblemente, como la nieve al sol.
Sus padres y deudos, que esto veían, lamentaban hondamente su desastre; pero, sobre
todo, un íntimo compañero suyo, de alguna más edad y experiencia, el cual tanto le amaba
que se hacía partícipe de su martirio; por lo cual, viéndole así entregado a sus desvaríos
amorosos, le dijo:
-Romeo, me admira en gran manera que consumas los mejores años de tu vida en
solicitar una persona que te excusa y menosprecia, sin hacerse cuenta de tus excesivas
dilapidaciones, sin cuidarse de tu dicha, de tus lágrimas, ni de la vida miserable que llevas,
capaz de mover a piedad los más duros corazones; ruégote, por lo tanto, en nombre de
nuestra antigua amistad y por tu propio bien, que aprendas a dominarte en lo futuro y a no
entregar tu corazón a persona tan ingrata; pues, a lo que puedo inferir por las cosas que han
pasado entre vosotros, o ella tiene amor por alguno, o ha formado el propósito de no querer
a nadie. Eres joven, rico en bienes de fortuna, de mejor parecer que ningún otro hidalgo de
la ciudad, tienes instrucción, eres hijo único. ¡Qué angustia para tu pobre, anciano padre,
para tus demás parientes, el verte así lanzado en este abismo de vicios, en la edad
precisamente en que debieras hacerles esperanzar en ta virtud! Empieza a reconocer el error
en que has vivido hasta aquí, aparta ese amoroso velo, que te tapa los ojos y que te impide
seguir la recta senda por que han marchado tus progenitores; y si en amar te empeñas, pon
tu afecto en persona distinta, elige una mujer que lo merezca y no siembres más tus penas
en fructífera. La época en que las damas de la ciudad se reúnen se halla próxima: quizás en
medio de esa sociedad pueda tu vista fijarse tan agradablemente en alguna, que te haga al
cabo olvidar tus precedentes pasiones.
Habiendo escuchado el joven atentamente las persuasivas palabras de su amigo,
comenzó a moderar su ardor y a conocer que las exhortaciones hechas no tendían sino a
buen fin, disponiéndose, por lo tanto, a asistir a todas las concurrencias y festines de la
ciudad, sin conservar preferencia determinada por ninguna dama. Y pensado que lo hubo,
lo puso en planta por dos o tres meses consecutivos, creyendo de este modo extinguir las
chispas de su antigua llama.
Llegó a poco tiempo de esto la fiesta de Navidad, en que, según costumbre, se daban
bailes de máscaras; y como Antonio Capuleto era el jefe de su casa y uno de los más
encumbrados señores de la ciudad, concertó un festín, convidando, para mejor
solemnizarlo, a toda la nobleza de ambos sexos, en la que se hallaba comprendida la mayor
parte de la juventud de Verona. La familia de los Capuletos, como se ha dicho al principio
de esta historia, se hallaba en desavenencia con la de Montescos, razón por la cual ninguno
de los de ésta asistió a la fiesta, exceptuando el adolescente Romeo, que, disfrazado de