Page 150 - Romeo y Julieta - William Shakespeare
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-Montesco, aquí presente, me ha dicho que deseáis tomarle por esposo y que él también
quiere haceros su mujer; ¿persistís ambos en dicho propósito?
Y como los dos amantes contestasen de acuerdo, viendo conformes sus voluntades y
previas las competentes recomendaciones, pronunció las sacrosantas palabras, invitando a
los nuevos esposos a que conferenciasen libremente si tenían algo que decirse. Romeo,
precisado a salir, aprovechose del permiso que le daban, y después de pedir a Julieta que le
enviase al ama por la tarde, la previno que iba a proveerse de una escala de cuerdas a fin de
penetrar en su habitación a través de la ventana y poder comunicarle a solas sus
pensamientos.
Arregladas así las cosas, separáronse los dos amantes, llena el alma de increíble contento
y de la más dichosa esperanza. Tan pronto como Romeo llegó a su casa, contó cuanto se
deja dicho a un servidor suyo, llamado Pedro, en cuya experimentada fidelidad tenía
confianza extrema, mandándole hacerse de una escala de cuerdas, provista a los extremos
de fuertes garfios de hierro; y Julieta, por su parte, cuidó de enviar la nodriza a la hora
convenida, la que pudo así recoger el utensilio citado y traer con él a su señora la seguridad
de la próxima visita del mancebo.
Preciso es creer, por lo que otros en idéntica situación han sentido, que la distancia del
tiempo debió parecer en extremo larga a los apasionados, que cada minuto se trocó para
ellos en una hora, y que, si hubiesen podido mandar al cielo, como Josué al sol, la tierra se
habría instantáneamente cubierto de las más oscuras sombras.
Llegado el instante, engalanose Romeo con su más suntuoso traje, y favorecido por su
buena estrella, se sintió poseído de tal vigor al acercarse al sitio que daba aliento a su alma
que, sin el menor embarazo, franqueó la muralla del jardín, y hallando ya pendiente de la
ventana la escala consabida, subió por ella a la habitación de Julieta. Ésta, que con tres
cirios de cera virgen había puesto su estancia como el día para mejor distinguir, se arrojó
incontinenti al cuello de Romeo, e incapaz de proferir palabra, toda suspirante y siempre
unidos sus labios a los de su bien, quedó como desfallecida en brazos de éste, enviándole
tiernas miradas que le hacían vivir y morir a un propio tiempo. Al cabo, volviendo de su
éxtasis, dijo al joven:
-Romeo, ejemplo de virtud y gallardía, sed bien venido a este sitio en que, por causa de
vuestra ausencia, temiendo por vos, he derramado tantas lágrimas que casi se ha agotado su
manantial. Puesto que ahora os tengo en mis brazos, por satisfecha me doy de lo que he
sufrido, y dispongan como quieran sobre el porvenir la muerte y la fortuna.
A lo cual, todo enternecido, contestó Romeo:
-Señora, aunque no alcance a comprobaros la influencia y poder que ejercéis sobre mí, si
puedo asegurar que los tormentos sufridos por vuestra ausencia me han sido mil veces más
dolorosos que la muerte, la cual, a no haberme esperanzado de continuo en esta hora
venturosa, habría tronchado el hilo de mis días. El presente instante compensa, empero, mis
pasadas aflicciones, y me hace más feliz que si fuera señor del mundo. Sí, olvidemos las
antiguas miserias; demos expansión a nuestras almas, y obremos con tal discreción y