Page 152 - Romeo y Julieta - William Shakespeare
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-Cobarde, respondiole Tybal, te equivocas si crees que tu lengua ha de servirte de
escudo; procura defenderte o, si no, te arrancaré la vida.
Y esto diciendo, le asestó tan tremenda cuchillada que, a no pararla su contrario, le
hubiera separado la cabeza de los hombros. Indignado éste y sintiendo sobre sí la injuria,
empezó a su vez el ataque, y lo hizo con tal empuje y presteza que, al tercer golpe, atravesó
a Tybal por la garganta, derribándole muerto a tierra. La caída del jefe puso fin a la pelea, y
como el finado descendía de una casa encumbrada, el podestá destacó tropas para prender a
Romeo, el cual, viéndose perdido, se dirigió presuroso a la celda de Fray Lorenzo, quien,
enterado del lance, le proporcionó secreto asilo en el convento.
Mientras esto pasaba, se hizo público en la ciudad el accidente sucedido a Tybal, y los
Capuletos, para mejor reclamar justicia, cerrados de luto y llevando el cadáver de su deudo,
se presentaron al señor de Verona, ante el cual también acudieron los Montagües, ansiosos
de justificar a su pariente y de probar la agresión de su contrario. Reunido el Consejo,
mandó que al punto se depusieran las armas, y en cuanto al hecho de Romeo, como había
tenido lugar en defensa propia, la sentencia dictada fue la de perpetuo destierro.
Estas determinaciones no calmaron, empero, la general pesadumbre. Los unos, viendo
en Tybal al más diestro de sus campeones, llamado a gozar de una posición brillante,
lamentaban sin rebozo su pérdida; los otros, especialmente las damas, se dolían de la ruina
de Romeo, el que, además de una gracia exquisita, tenía el natural privilegio de atraerse los
corazones. Sin embargo, ninguno de éstos sentía pesar tan hondo como la infortunada
Julieta, que, noticiosa de la muerte de su primo y del destierro de su marido, se mostraba
inconsolable. Dejándose a veces arrastrar por el imperio de su extrema pasión, se arrojaba
en el lecho, y allí, con lloros y lamentos extraordinarios, rendía los ánimos de todos; otras,
en medio de súbito trasporte, mostrándose inquisidora, al divisar la ventana por la que solía
entrar su marido, exclamaba:
-¡Oh ventana infeliz! ¡A través tuyo se han urdido las fatales tramas de mis primeras
desventuras! ¡Ah! Si en otro tiempo me ofreciste un leve placer, una felicidad transitoria,
¡con cuánta usara me haces pagar ahora! ¡Mi débil cuerpo, incapaz de resistencia,
sucumbirá irremisiblemente, libertando al espíritu de la pesada carga que le abruma!
¡Romeo, Romeo! cuando, principiada nuestra intimidad, di oídos a tus dobladas promesas
confirmadas por tantos juramentos, ¡cuán lejos estaba de pensar que, en vez de mantener el
afecto y apaciguar a los míos, habías de romper aquel lazo de un modo tan vil y reprensible,
desprestigiando para siempre tu nombre y dejándome sin consorte! Si tan sediento estabas
de la sangre de los Capuletos, ¿por qué no has derramado la mía en las mil ocasiones que
secretamente me he hallado a merced tuya? ¿No tenías por bastante el haber triunfado de
mí, para así poner el sello a tu victoria, sacrificando a mis parientes? Anda, prosigue
engañando a otras infelices, sin tratar de encontrarme, sin que ninguna de tus excusas llegue
a mis oídos. Mi triste vida se pasará en medio de lloro tan continuo que, agotada al fin toda
la humedad del cuerpo, buscará en breve su refugio en la tierra.
Y así produciéndose, lleno de apretura el corazón, quedaba un instante sin llanto ni
palabra, hasta que, poco a poco reponiéndose, continuaba con exhausta voz: