Page 147 - Romeo y Julieta - William Shakespeare
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-Señora, si el cielo me ha favorecido hasta el punto de poderos brindar un servicio por
                  haberme casualmente acercado aquí, lo estimo bien empleado, no deseando otra fortuna,
                  para colmo de mis contentos en el mundo, que honraros y serviros durante el resto de mi
                  vida. Si el calor de mi mano os ha confortado algún tanto, puedo aseguraros que su fuego es
                  harto insignificante en comparación con las chispas que despiden vuestros bellos ojos,
                  fuego que ha inflamado de tal modo todas las partes sensibles de mi ser, que, si no le asiste
                  vuestra divina gracia, va a verse pronto reducido a cenizas.

                     Apenas pronunciadas estas frases, dio fin el juego, y Julieta, que en puro amor se
                  encendía, sólo tuvo ocasión de decir por lo bajo a su celebrador:

                     -No sé qué más cierto testimonio podéis desear de mi afecto que el de aseguraros que
                  soy tan vuestra como vuestro propio individuo, hallándome pronta a obedeceros en cuanto
                  el honor permita. Es todo lo que al presente puedo manifestaros, suplicando que ello os
                  baste hasta que una ocasión propicia nos proporcione la dicha de hablar privadamente.

                     Viéndose, pues, obligado Romeo a partir con sus compañeros, sin saber de qué medio
                  valerse para tornar al lado de la que era su vida y su muerte, ignorando hasta su nombre,
                  inquirió de un amigo y por él supo que la joven era hija de Capuleto, el señor de la casa en
                  que había tenido lugar el festín. Julieta, por su parte, anhelosa igualmente de conocer al que
                  tanto la había obsequiado, al que ya ocupaba en su alma un preferente lugar, yéndose a una
                  anciana camarera, la dijo: «Madre, ¿quiénes son esos dos hidalgos que llevan antorchas y
                  salen los primeros?» Y como el aya la indicara el nombre de sus familias, añadió la
                  doncella: «¿Qué joven es aquél que lleva un antifaz en la mano y va cubierto con una capa
                  de damasco?» «Es Romeo Montesco -contestó el ama-, hijo del capital enemigo de vuestro
                  padre y sus parientes todos».

                     El solo nombre de Montesco bastó para sumir a la joven en una confusión extrema,
                  comprendiendo toda la distancia que le apartaba de su bien amado; sin embargo, supo tan
                  bien disimular su descontento que la nodriza, sin concebir la menor sospecha, la instó a
                  recogerse. Hízolo así la joven; pero, ya en su lecho, un millar de pensamientos diversos
                  surgieron en su mente y comenzaron a atormentarla de tal modo que le era imposible
                  conciliar el sueño. Vagando entre la idea halagadora que daba fomento a su pasión y el
                  temor de obrar indiscretamente, que tendía a cortar el vuelo de aquella, no sabía qué partido
                  adoptar, y exclamaba deshecha en llanto, reprochándose a sí misma: «¡Ah! Infeliz y
                  miserable criatura, que pierdes el reposo sin saber cómo te vienen estos desusados
                  trastornos que en el alma sientes, ¿sabes acaso si te ama ese joven, si te ha dicho verdad?
                  Quizás, usando de melosas palabras, trata él de arrebatarte el honor, de vengar en tus
                  parientes las ofensas que han recibido los suyos, de inferirte una infamia eterna, haciéndote
                  la fábula y el ludibrio de Verona».

                     Variando luego de sentido, condenaba su conducta y se decía: «¿Cabe en lo posible que,
                  bajo formas tan bellas, bajo una tan completa apariencia de dulzura, se alberguen la
                  deslealtad y la traición? Si la faz es la fiel mensajera de las concepciones del espíritu,
                  segura estoy de que me ama, pues sus mutaciones de color al hablarme, sus repentinos
                  trasportes son ciertos augurios de pasión. Quiero, pues, persistir en este afecto, hacerle el
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