Page 146 - Romeo y Julieta - William Shakespeare
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máscara, entró después de la cena, en unión de otros jóvenes caballeros. Mantuviéronse
todos por algún rato con la faz cubierta, mas luego se desenmascararon, y Romeo,
vergonzoso, colocose en un rincón de la sala, donde, sin embargo, por la claridad de las
bujías que iluminaban la estancia, fue al punto notado, especialmente por las damas, a
quienes, no sólo cautivaba su natural belleza, sino la seguridad y atrevimiento de verle
penetrar con tal privanza en la mansión de los que tan mal debían quererle. Y como los
Capuletos, bien por su propia respetabilidad o por consideración a las personas que les
rodeaban, disimulando su odio, no le hiciesen reproche de especie alguna, Romeo, que a su
sabor podía contemplar a las damas todas, lo hizo con tan cumplida gracia, que no quedó
una sola que no recibiera placer de verlo allí.
Después que el mancebo, siguiendo la corriente de sus inclinaciones, hubo formado
juicio particular de todas las jóvenes, se fijó en una, no vista hasta entonces, que por su
extrema belleza vino a ocupar el primer puesto en su corazón; y esta nueva llama, que
destruyó por completo la antigua, tomó tan colosales proporciones que jamás pudo
extinguirse en lo futuro sino por la muerte, como vais a saber por una de las más extrañas
narraciones que ha podido el hombre imaginar.
La joven de quien Romeo se apasionó tan perdidamente se llamaba Julieta, y era hija de
Capuleto, señor de la casa donde tenía lugar la fiesta. Sus miradas, paseándose de un
extremo a otro, habían tropezado con el mancebo y fijándose en su belleza singular, y
Amor, que estaba en acecho y nunca antes de allí tocara el tierno corazón de la doncella, lo
punzó tan a lo vivo que, por más resistencia que quiso oponer, no pudo contrarrestarle en
fuerza; resultando de aquí que la pompa del festín comenzó a serle indiferente, y que el
único placer de su pecho vino a cifrarse en contemplar a Romeo y en que éste clavase sus
ojos en ella. En tal disposición de sentimientos, los dos amantes, en cuyas almas ya había la
pasión abierto una ancha brecha, buscaban con ansia la ocasión de reunirse y platicar
juntos, lo cual les ofreció la propicia fortuna; pues viendo Romeo que Julieta había sido
invitada al baile de La Antorcha, en el que por cierto sobrepujó a todas las jóvenes de
Verona, calculó el puesto en que debía quedar, y tomó tan bien sus medidas que a la
conclusión, vuelta Julieta al punto de que había partido, se encontró sentada entre el
mancebo y otro llamado Mercucio, cortesano muy estimado y bien recibido de todos, a
causa de sus chistes y galanteos, y sobre todo, atrevido con las vírgenes como un león con
las ovejas.
Viendo Romeo que el dicho Mercucio (cuyas manos lo propio en verano que en invierno
se hallaban heladas) se había apoderado de la derecha de la joven, tomó la izquierda de ésta
y apretándola un poco, se sintió tan favorablemente correspondido que perdió el habla.
Notándolo Julieta, ya deseosa de escucharle, volviose para mirarle y le dijo: «¡Bendita sea
la hora de vuestra llegada a este sitio!» Y como el mancebo, suspirando y tembloroso, le
preguntase la causa de semejante manifestación, prosiguió la doncella, algún tanto más
repuesta: «No os asombre que de ello me felicite, pues el frío glacial que me ha
comunicado la mano de Mercucio me lo ha quitado felizmente la vuestra».
A lo cual contestó inmediatamente Romeo: