Page 118 - Matilda
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—¡Estupendo! —exclamó Matilda.
—Probablemente —dijo la señorita Honey—, me desconcierta bastante más
lo que hiciste que cómo eres y estoy tratando de encontrarle una explicación
razonable.
—¿Como qué? —preguntó Matilda.
—Como, por ejemplo, si tiene algo que ver o no el hecho de que tú eres
excepcionalmente precoz.
—¿Qué significa exactamente esa palabra? —preguntó Matilda.
—Un niño precoz —dijo la señorita Honey— es el que muestra una
inteligencia asombrosa muy pronto. Tú eres una niña increíblemente precoz.
—¿Lo soy de verdad? —preguntó Matilda.
—Por supuesto que lo eres. Debes saberlo. Fíjate en lo que has leído. Y en las
matemáticas que sabes.
—Supongo que tiene razón —dijo Matilda.
La señorita Honey se asombró de la falta de vanidad y de la timidez de la
niña.
—No dejo de preguntarme —dijo— si esta repentina aptitud tuya de poder
mover un objeto sin tocarlo tiene algo que ver o no con tu capacidad intelectual.
—¿Quiere usted decir que no hay sitio suficiente en mi cabeza para tanto
cerebro y, por ello, tiene que echar algo fuera?
—Eso no es exactamente lo que quiero decir —dijo la señorita Honey
sonriendo—. Pero, pase lo que pase, lo repito de nuevo, hemos de proceder con
sumo cuidado a partir de ahora. No he olvidado ese aspecto extraño y distante de
tu cara después de volcar el vaso.
—¿Cree usted que podría hacerme daño? ¿Es eso lo que piensa, señorita
Honey?
—Te hizo sentirte muy rara, ¿no?
—Me hizo sentirme deliciosamente bien —dijo Matilda—. Durante unos
instantes me sentí volando por las estrellas con alas plateadas. Ya se lo dije.
¿Quiere que le diga otra cosa, señorita Honey? Fue más fácil la segunda vez,
mucho más fácil. Creo que es como cualquier otra cosa, que cuanto más se
practica, mejor se hace.
La señorita Honey andaba despacio, por lo que la niña podía seguirla sin tener
que correr mucho, lo que resultaba muy placentero por aquella carretera
estrecha, ahora que habían dejado atrás el pueblo. Era una tarde espléndida de
otoño y las bayas coloradas de los setos y espinos empezaban a madurar para
que los pájaros pudieran comérselas cuando llegara el invierno. A ambos lados se
veían elevados robles, sicomoros y fresnos y, de vez en cuando, algún castaño.
La señorita Honey, que deseaba dejar de momento el tema, le dijo a Matilda el
nombre de todos y le enseñó a reconocerlos por la forma de sus hojas y la
rugosidad de la corteza de sus troncos. Matilda aprendió todo aquello y almacenó