Page 119 - Matilda
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esos conocimientos en su mente.
Llegaron por último a un hueco en el seto del lado izquierdo de la carretera,
donde había una cancilla de cinco barrotes.
—Por aquí —dijo la señorita Honey, que abrió la cancilla, hizo pasar a
Matilda y la volvió a cerrar.
Tomaron un camino estrecho que no era más que una senda de carros llena
de baches. A ambos lados había una apretada formación de avellanos, árboles en
los que se arracimaban sus frutos de color castaño pardo en sus envolturas
verdes.
—Pronto empezarán a recogerlas las ardillas —dijo la señorita Honey— y
almacenarlas cuidadosamente para cuando lleguen los fríos meses que se
avecinan.
—¿Quiere decir que usted vive aquí? —preguntó Matilda.
—Así es —contestó la señorita Honey, pero no dijo nada más.
Matilda jamás se había detenido a pensar dónde viviría la señorita Honey. La
había considerado siempre como una profesora, una persona que surgía de no se
sabía dónde, daba clases en la escuela y luego desaparecía de nuevo. « ¿Alguna
vez nos detenemos a pensar —se preguntó Matilda— dónde van nuestras
profesoras cuando terminan de dar sus clases? ¿Nos preguntamos si viven solas o
si tienen en casa una madre, una hermana o un marido?» .
—¿Vive usted sola, señorita Honey? —preguntó.
—Sí —dijo la señorita Honey—. Muy sola.
Caminaban por las profundas rodadas del camino, bañadas por el sol y tenían
que mirar dónde ponían los pies si no querían romperse un tobillo. Se veían
algunos pajarillos en las ramas de los avellanos, y eso era todo.
—No es más que la casa de un granjero —dijo la señorita Honey—. No
esperes mucho de ella. Ya estamos cerca.
Llegaron a una pequeña puerta verde, medio escondida por el seto de la
derecha y casi oculta por las ramas que sobresalían de los avellanos. La señorita
Honey se detuvo ante ella.
—Aquí es —dijo—. Aquí vivo.