Page 42 - Matilda
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por el desagüe del lavabo. A continuación, rellenó el frasco con el TINTE RUBIO
      PLATINO EXTRAFUERTE PARA EL CABELLO de su madre. Dejó suficiente
      cantidad  del  tónico  capilar  de  su  padre  para  que,  al  agitarlo,  la  mezcla
      permaneciera aún razonablemente violácea. Tras eso, volvió a colocar el frasco
      en la repisa, sobre el lavabo, teniendo cuidado de dejar el tinte de su madre en el
      armario. Hasta aquí, bien.
        A la hora del desayuno, Matilda estaba sentada tranquilamente en la mesa del
      comedor  comiendo  copos  de  maíz.  Su  hermano  se  sentaba  frente  a  ella,  de
      espaldas  a  la  puerta,  devorando  trozos  de  pan  recubiertos  de  una  mezcla  de
      manteca de cacahuetes y mermelada de fresas. La madre estaba en la cocina,
      preparando  el  desayuno  del  señor  Wormwood,  que  consistía  siempre  en  dos
      huevos fritos con pan, tres salchichas de cerdo, dos tiras de tocino y unos tomates
      fritos.
        En ese momento entró ruidosamente en la habitación el señor Wormwood.
      Era incapaz de entrar tranquilamente en una habitación, especialmente a la hora
      del  desayuno.  Siempre  tenía  que  hacer  sentir  su  presencia,  originando  mucho
      alboroto. Parecía como si dijera: « ¡Soy yo, el gran hombre, el amo de la casa,
      el que gana el dinero y el que hace posible que los demás vivan tan bien! ¡Fijaos
      en mí y presentadme vuestros respetos!» .
        Esta vez, le dio una palmadita en la espalda a su hijo al entrar y dijo con voz
      fuerte:
        —Bien, hijo mío, tu padre presiente que está ante otro día productivo en el
      garaje. He comprado unas preciosidades que voy a endilgar esta mañana a los
      idiotas. ¿Dónde está mi desayuno?
        —¡Ya va, cariño! —dijo la señora Wormwood desde la cocina.
        Matilda tenía la vista baja, fija en los copos de maíz. No se atrevía a mirar. En
      primer lugar,  no  estaba  segura  en absoluto  de  lo  que iba  a  ver.  Y,  en segundo
      lugar, si veía lo que creía que iba a ver, no confiaba en poderse mantener seria.
      El hijo, mientras se atiborraba de pan con manteca de cacahuetes y mermelada
      de fresas, miraba hacia la ventana.
        El padre se dirigía a la cabecera de la mesa para sentarse, cuando llegó de la
      cocina la madre con paso majestuoso, llevando un plato enorme, lleno de huevos,
      salchichas,  tocino  y  tomates.  Levantó  la  vista.  Vio  a  su  marido.  Se  quedó
      paralizada. Luego soltó un grito que pareció elevarse en el aire y dejó caer el
      plato  con  estrépito  en  el  suelo.  Todos  pegaron  un  brinco,  incluso  el  señor
      Wormwood.
        —¿Qué  demonios  te  pasa,  mujer?  —gritó—.  ¡Mira  cómo  has  puesto  la
      alfombra!
        —¡Tu pelo! —gritó histéricamente la mujer, señalando con dedo tembloroso
      a su marido—. ¡Mira tu pelo! ¿Qué te has puesto?
        —¿Qué le pasa a mi pelo, si puede saberse?
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