Page 43 - Matilda
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—¡Oh, papá! ¿Qué te has puesto en el pelo? —exclamó el hijo.
Se estaba desarrollando una divertida y ruidosa escena en el comedor.
Matilda no dijo nada. Permaneció sentada, admirando el maravilloso efecto
de su obra. La espléndida cabellera negra del señor Wormwood presentaba un
color plateado sucio, el color, esta vez, de la malla de una equilibrista que no se
hubiera lavado en toda la temporada de circo.
—¡Te lo has… te lo has teñido! —gritó histéricamente la madre—. ¿Por qué
lo has hecho, imbécil? ¡Tienes un aspecto horrible! ¡Es horroroso! ¡Pareces un
monstruo!
—¿De qué diablos estás hablando? —gritó el padre llevándose las manos al
pelo—. ¡Naturalmente que no me lo he teñido! ¿Por qué dices eso? ¿Qué le ha
pasado? ¿O se trata de algún chiste estúpido? —su cara se iba tornando verde
pálido, el color de las manzanas ácidas.
—Tienes que habértelo teñido, papá —dijo el hijo—. Tiene el mismo color
que el de mamá, sólo que más sucio.
—¡Claro que se lo ha teñido! —gritó la madre—. ¡No puede cambiar de color
él solo! ¿Qué demonios querías hacer, volverte guapo o algo así? ¡Pareces como
una abuela a la que se le hubiera ido la mano!
—¡Dame un espejo! —vociferó el padre—. ¡No te quedes gritándome!
¡Dame un espejo!
El bolso de la madre estaba en una silla, al otro extremo de la mesa. Lo abrió
y sacó una polvera que tenía un espejito redondo en la parte interior de la tapa.
La abrió y se la entregó a su marido. Éste la agarró violentamente y se la acercó
a la cara y, al hacerlo, se derramó la mayor parte de los polvos de la polvera en
su elegante chaqueta de tweed.