Page 61 - Matilda
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Los padres
      C  UANDO la señorita Honey salió del despacho de la directora, la mayoría de
        los niños estaban en el patio de recreo. Lo primero que hizo fue ir a ver a
      varios profesores del curso superior y pedirles prestados cierto número de libros
      de texto de álgebra, geometría, francés, literatura inglesa y otras cosas. Luego
      buscó a Matilda y la llevó a la clase.
        —No tiene ningún sentido —dijo— que estés sentada en clase sin hacer nada
      mientras yo les enseño a los demás la tabla de multiplicar por dos y a deletrear
      gato, rata y ratón. Así que durante las clases te dejaré uno de estos libros para
      que estudies. Al final de la clase me puedes hacer las preguntas que quieras, si
      tienes alguna, y yo intentaré ayudarte. ¿Qué te parece? —dijo la señorita Honey.
        —Gracias, señorita Honey —respondió Matilda—. Me parece estupendo.
        —Estoy segura —respondió Honey— de que conseguiremos trasladarte más
      adelante a una clase superior, pero, de momento, la directora quiere que sigas
      donde estás.
        —Muy  bien,  señorita  Honey  —dijo  Matilda—.  Muchas  gracias  por
      conseguirme esos libros.
        « Qué niña más agradable» , pensó la señorita Honey. « No me importa lo
      que  haya  dicho  su  padre  de  ella;  parece  muy  tranquila  y  es  muy  amable
      conmigo.  Y  nada  engreída  a  pesar  de  su  talento.  La  verdad  es  que  no  parece
      darse cuenta de ello» . Así, pues, cuando se reanudó la clase, Matilda se dirigió a
      su pupitre y se puso a estudiar en un libro de geometría que le había dejado la
      señorita Honey. La profesora no le quitó ojo durante todo el tiempo y observó
      que la niña no tardaba en quedarse absorta en el libro. No levantó la vista para
      nada durante toda la clase.
        Mientras tanto, la señorita Honey tomaba una decisión. Tenía que ir y hablar
      en privado con el padre y la madre de Matilda lo antes posible. Se negaba a dejar
      las  cosas  como  estaban.  Todo  el  asunto  era  ridículo.  No  podía  creer  que  los
      padres ignoraran totalmente las sobresalientes aptitudes de su hija. Después de
      todo,  el  señor  Wormwood  era  un  próspero  vendedor  de  coches,  por  lo  que
      suponía que tenía que ser un hombre inteligente. En todo caso, los padres nunca
      subestimaban el talento de sus hijos. Muy al contrario. A veces, a un profesor le
      resultaba casi imposible convencer a un padre o una madre orgullosos de que su
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