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Y si no se pueden trazar trayectorias mediante un experi-
        mento, no se pueden introducir con rigor en la teoría. La conti-
        nuidad del movimiento que nos dicta el sentido común es un es-
        pejismo, la observación desde una gran distancia de un escenario
        impreciso por naturaleza. De cerca, cada línea se emborrona y se
        desdibuja.
            El gran mérito de Heisenberg no fue invocar la incertidum-
        bre, sino acotarla matemáticamente. Reveló cómo las principales
        magnitudes observables estaban secretamente ligadas: la posi-
        ción y el momento, el tiempo y la energía. Cuanta más precisión
        se gane al medir una de ellas, más se pierde en la otra. En el lí-
        mite,  podía determinarse la posición exacta de un electrón,  a
        cambio de renunciar a saber nada sobre su velocidad. El átomo
        se volvía borroso, y en esa difuminación iba a residir el corazón
        de la nueva ciencia.
            Aunque muchos físicos que abanderaron la revolución cuán-
        tica lo hicieron enarbolando el estilo de pensamiento que habían
        aprendido de Einstein, sus éxitos pillaron con el pie cambiado a
        quien les había servido de inspiración. Las trayectorias, las gran-
        des protagonistas de la nueva teoría de la gravitación, a través
        de las geodésicas, quedaban proscritas. Este hecho convertía el
        principio de incertidumbre en un enemigo acérrimo de la relati-
        vidad general.
            Los físicos que siguieron los pasos de Heisenberg, como Born,
        sometieron la incertidumbre a un riguroso tratamiento estadís-
        tico. Es cierto que antes de medir no se puede afinnar dónde se
        encuentra un electrón o cuándo un átomo excitado va a emitir un
        fotón, pero las respuestas a estas preguntas tampoco son arbitra-
        rias. Las reglas de la mecánica cuántica facilitan la probabilidad
        asociada a cada una de las posibilidades y dictan cómo evolucio-
        nan con el paso del tiempo.
            Einstein expresó en privado y en público su incomodidad
        ante la nueva doctrina. Se enzarzó con Bohr en la polémica más
        enconada y cordial que se recuerda en la historia de la física.  Se
        caían bien, se respetaban, pero no podían discrepar más en su
        interpretación de la mecánica cuántica. Cuando Einstein llegaba
        a un punto muerto se enrocaba en un aforismo ( «Dios no juega a





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