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dolas con su apellido: así nacían las transformaciones de Lorentz.
       De entrada, ofrecían un atractivo irresistible: si se aplicaban a las
       ecuaciones de Maxwell, estas conservaban su estructura admirable.
       Además, para velocidades mucho más bajas que la luz se reducían
       a las de Galileo. Como las velocidades a las que nos desplazamos
       habitualmente son muy pequeñas si se comparan con la de la luz,
       no era de extrañar que nuestro sentido común no acertara a la pri-
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       mera con las expresiones de Lorentz y se conformara durante unos
       cuantos siglos con la aproximación de Galileo.  La corrección que
       introducían resultaba tan minúscula que se descubrió antes a través
       de especulaciones teóricas que en los laboratorios.
           No habían acabado los físicos de felicitarse por las ventajas
       formales del invento de Lorentz cuando sus efectos secundarios
       les borraron de golpe la sonrisa. Las transformaciones asignaban,
       a un tiempo dado del sistema en reposo, una infinidad de tiempos
       distintos en el sistema en movimiento. De hecho, infinitos, uno para
       cada punto del espacio. Así,  dos sucesos que se perciben como
       simultáneos en puntos separados del muelle dejaban de serlo para
       un observador instalado en la bodega del barco. Si uno juega un
       poco con las ecuaciones, se sumerge en un mundo donde los cuer-
       pos encogen aparentemente al moverse y el tiempo parece discu-
       rrir en ellos más despacio. Los físicos necesitaban razones muy
       poderosas para asumir semejantes extravíos y se resistieron con
       uñas y dientes. Antes de rendirse, invirtieron todas sus energías
       en encajar el electromagnetismo en un marco más familiar.




       LOS VIENTOS DEL ÉTER


       Antes del trabajo de Maxwell y Hertz, los únicos fenómenos cono-
       cidos que se propagaban en forma de onda lo hacían con el so-
       porte de un medio, por ejemplo el sonido, a través del aire o del
       agua. El sentido común, siempre peligroso, invitaba a elevar esta
       circunstancia a principio universal. Las ecuaciones de Maxwell
       interpretaban la luz como una onda, luego se imponía la existen-
       cia de un medio a través del cual pudiera propagarse: el éter.






                                             TODO MOVIMIENTO ES  RELATIVO   59
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