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su propio peso. Me quedé sobrecogido. Esa idea tan simple me
                      dejó una profunda huella y me impulsó hacia una teoría de la
                      gravitación.» La historia por desentrañar la gravedad escribía así
                      un nuevo capítulo de su particular mitología, protagonizada por
                      tres físicos legendarios. Primero Galileo había dejado caer una
                      bola de madera y otra de plomo desde lo alto de la torre incli-
                      nada de Pisa. Después vino Newton con su manzana y,  por fin,
                      se incorporó el accidente laboral del pintor de Einstein. Casi con
                      seguridad, ninguno de los tres episodios sucedió en realidad.
                          Enseñamos a los niños de primaria que la gravedad es una
                     fuerza que nos mantiene pegados al suelo y que los astronautas
                     - lejos de grandes masas, como la Tierra, que los atraigan- flo-
                     tan libres contra la negrura del espacio. Sin embargo, en cierto
                     sentido todos  tenemos  espíritu de  astronauta. Si  por arte  de
                     magia se abriera un pozo bajo nuestros pies de,  digamos,  unos
                     diez metros de profundidad, durante unos segundos experimen-
                     taríamos la misma caída libre que el paracaidista que salta de un
                     avión. La Tierra seguiría en su sitio, la atracción mutua también,
                     pero nuestra sensación de peso se desvanecería.  Cuando una
                     taza de café se nos cae de las manos, se hace añicos contra el
                     suelo.  Si la soltáramos en el preciso instante en que el pozo se
                     abre, nos acompañaría en nuestro descenso, flotando misteriosa-
                     mente a nuestro lado.
                         Una persona prisionera en un cubículo sin escotillas ni ven-
                     tanas no podría decidir si flota en el vacío, dentro de una cápsula
                     espacial, o si cae dentro de la bodega de un avión. Si saca su car-
                     tera del bolsillo y la coloca a la altura de los ojos, verá que se
                     queda allí flotando.
                         Tampoco hace falta recurrir a los artificios del pozo o del pri-
                     sionero. Al dar un salto, justo después de alcanzar el punto más
                     alto, experimentamos una fugaz caída libre. Los niños se embria-
                     gan con la sensación de ingravidez que disfrutan intermitentemente
                     al caer y rebotar en una cama elástica.  El mismo fenómeno se
                     aprovecha para el entrenamiento de los astronautas, en aviones
                     que remontan el vuelo y se dejan caer a través de la atmósfera,
                     para proporcionar unos segundos de ingravidez a sus ocupantes.
                     Y también algunos efectos secundarios: el turborreactor KC-135






          96         LOS PLIEGUES DEL ESPACIO-TIEMPO
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