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mental se habían disparado y muchos de sus colegas creían que
no se hallaba capacitado para dar clases. El mismo emperador vio
con reticencia el regreso de su científico más famoso y le forzó a
prometer por escrito que, una vez en Viena, no volvería a abando-
nar Austria. Además, el Ministerio de Educación se vio obligado
a proporcionar varios informes psiquiátricos para acreditar que
Boltzmann estaba en posesión de sus facultades mentales y en
condición de dar clases.
La vuelta a Viena se consumó en 1902, año en el que reanudó
sus clases de física teórica; al siguiente empezó a impartir el curso
de filosofía que anteriormente había tenido como titular a Mach.
Sus lecciones de filosofía resultaron muy populares, logrando una
asistencia tan masiva que los estudiantes no cabían en el aula. El
mismo emperador Francisco José se interesó por ellas y llegó a
invitarlo a palacio, un honor con el que Boltzmann ya estaba fami-
liarizado después de su etapa en Graz.
A pesar de todo, no era feliz. Las clases de filosofía, exito-
sas al principio, empezaron a perder fuelle y, con ello, asistentes.
Por otro lado, la oposición a la teoría atómica arreciaba, hasta
el punto de que se consideraba a Boltzmann como su último va-
ledor. Su sensación de aislamiento e incomprensión aumentaba.
Además, sus adversarios se cebaron en su estado psicológico para
desacreditarle, como hizo su otrora amigo Ostwald en 1904, quien
se refería a él como «un ser incapaz de tomar la mínima decisión,
uno-de los más desgraciados que existen», en un ataque virulento
en el que trataba de vincular el rechazo de Boltzmann a la energé-
tica con su neurastenia.
La vista lo había abandonado definitivamente. Hacia el final
de su vida tuvo que contratar a una mujer para que le leyese los
artículos científicos, mientras que era Henriette quien escribía
los suyos. Sus ataques de asma arreciaban y sufría de angina de
pecho. Esto se combinó con unos pólipos nasales que le resulta-
ban especialmente dolorosos, incluso después de operarse, y con
un insomnio crónico, que contribuía a su fatiga cotidiana. Su an-
tiguo alunmo Alois Hófler (1853-1922) lo visitó en 1906 y contaba
que el propio Boltzmann le confesó: «Nunca habría creído que un
final así fuera posible».
126 EL LEGADO DE BOL TZMANN