Page 136 - 29 Lavoisier
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El primero fue  el de Marat,  quien en un artículo de L 'Ami
                     du Peuple de enero de  1791  hizo de Lavoisier el blanco de sus
                     odios.  No era para menos, ya que era el símbolo de lo que él no
                    había conseguido: el reconocimiento de sus colegas científicos y
                    un lugar en el templo de la ciencia. Lavoisier no le prestó atención
                    y siguió sirviendo a Francia, plasmando sus sueños de educación y
                     ciencia en un informe que ofreció a la República.
                         El segundo aviso llegó con una iniciativa de su compañero el
                    químico Fourcroy, coautor de la Nomenclatura, quien a comien-
                    zos de 1 792 pidió que se exigiera a los académicos una declara-
                     ción de lealtad a la República. La Academia respondió, y en ello
                    se reflejaba sin duda la opinión de Lavoisier, que no eran las ideas
                    políticas lo que se valoraba para pertenecer a la institución, sino
                    los méritos científicos. Fourcroy no olvidó la humillación y se con-
                    virtió en uno de los peores enemigos de la Academia.
                        No  obstante, fue la oratoria del pintor Jacques-Louis David,
                    amigo de Antoine, maestro de Marie y pintor de ambos, quien dio
                    la puntilla a las academias. Demasiado genial en su juventud para
                    entrar en los encorsetados moldes de la Academia de Pintura, su
                    acceso a la misma fue denegado varias veces por motivos fútiles.
                    Llegado el momento, empleó ante la Convención su oratoria vi-
                    brante para transmitir su idea de que la Academia de Pintura, y
                    por ende todas las academias, eran el símbolo más recalcitrante
                    del Antiguo Régin1en, por lo que pidió su aniquilación «en el nom-
                    bre de la justicia, en el nombre del amor al arte y,  sobre todo, en
                    el nombre del amor a la juventud».
                        El decreto de cierre de las academias se emitió en agosto de
                    1793. Lavoisier no pudo quedarse callado ante lo que él conside-
                    raba un atropello a la ciencia y un ataque a la que había sido su
                    casa durante la mayor parte de su vida. Hizo lo que mejor sabía
                    hacer: escritos, informes, memorandos. Mientras tanto, el resto
                    de los miembros de la Academia guardaban un prudente silencio,
                    cuando era a él a quien como antiguo fermier empezaban a llamar
                    «chupasangre» y pedían su cabeza.
                        Tampoco escuchó el últin10 aviso cuando el 24 de noviembre
                    llegó la orden de arresto de los fermiers y él pudo escapar y es-
                    conderse. No huyó de Francia, ni siquiera se fue a su finca de Fré-





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