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sultaba demasiado subversiva para la época, incluso a nivel teoló-
                     gico: ¿Acaso Dios no era lo bastante poderoso como para cruzar
                     el espacio sin intermediación alguna? Newton dejó escrito en la
                     carta la siguiente idea:

                         ( ... ] que un cuerpo pueda actuar sobre otro a distancia a través del
                         vacío sin mediación de nada más era para mí un absurdo tan grande
                         que creo que nadie que disfrute de la facultad de pensar puede caer
                         en él.


                         Bentley respondió a Newton, mostrando interés por aquella
                     idea, pero Newton ya no quiso profundizar más en el asunto, cali-
                     ficándolo como simples cavilaciones de un anciano.
                         Faraday, no  obstante,  al  descubrir que un referente como
                     Newton sostenía una teoría tan similar a la suya, se sintió impe-
                     lido a seguir adelante, refractario al desprecio al que le sometían
                     sus colegas.  Estaba convencido de que algún día alguien daría
                    utilidad práctica a lo que él había intuido y,  con cerca de setenta
                     años, Faraday consiguió ser testigo de ello. Además de los gene-
                    radores eléctricos y los inicios de la Era eléctrica, Faraday tuvo
                    la oportunidad de asistir a las primeras revoluciones en el campo
                     de las telecomunicaciones. Tal y como dejó escrito en una carta
                     enviada a un joven amigo, el físico escocés James Clerk Maxwell,
                    el 13 de noviembre de 1857:

                        Una gigantesca aventura de ingeniería estaba a punto de tener lugar
                        bajo el mar. Con ella llegarían nuevas pruebas de que todo lo que
                        había imaginado sobre los campos de fuerza invisibles era realmen-
                        te cierto.

                        Esta aventura bajo el mar que finalmente confirmó las intui-
                    ciones del anciano Faraday había empezado con Cyrus W est Field
                    (1819-1892), cuando decidió en la década de 1850 que fabricaría
                    un cable que cruzaría el océano Atlántico, para así unir los dos
                    grandes imperios, el británico y el estadounidense. Esta empresa
                    tan formidable precisaba no solo de respaldo científico y técnico,
                    sino también empresarial e industrial. El cable debería tener una





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