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tro de la ciudad para facilitar sus encuentros, que redundaron en
                      dos hijas ilegítimas más, con la actriz y activista Sheila May y con
                      una joven irlandesa. Hilde decidió que había llegado la hora de
                      regresar a Innsbruck con Arthur.
                          Schrodinger permaneció casi diecisiete años bajo el cielo en-
                      capotado de Dublín. En 1956, se avino por fin a reconciliarse con
                     Austria. Su regreso se celebró con las fanfarrias de un día de fiesta
                      nacional y en Viena se creó una cátedra exclusiva para acogerlo:
                      Ordinarius Extra-Status. Mientras acumulaba premios, honores
                     y alabanzas, fue  cediendo poco a poco a la erosión de la edad.
                      Sufría a menudo de los pulmones y un análisis concienzudo reveló
                     que en sus alveolos se agazapaba la viejá tuberculosis que había
                      contraído en Viena, durante la postración de la posguerra. Ahora
                     la enfermedad se avivaba a costa de su debilidad y de sus muchos
                     años de fumador de pipa empedernido. Su corazón y sus arterias
                     también daban señales de agotamiento.
                         A lo largo de su vida en común, entre Annemarie y Erwin se
                     habían cruzado muchas personas. Algunas de ellas los habían mar-
                     cado profundamente, pero a la larga y con la perspectiva que daban
                     cuatro décadas, resultó que había sido una partida jugada entre los
                     dos. Ahora, en los breves períodos en los que se separaban, inter-
                     cambiaban cartas de amor, en un reflejo de las que habían iniciado
                     su relación. El gran paradójico Schrodinger, aventurero y conser-
                     vador, cerró sus días de don Juan cortejando a su mujer.
                         En la primera semana de enero de 1961 su corazón y sus pul-
                     mones colapsaron. Quiso morir fuera del hospital: «Nací en casa
                     y moriré en casa, aunque eso me acorte la vida». Sus últimas pala-
                     bras fueron para Annemarie:  «Annichen, quédate conmigo para
                     que no me caiga».




                     EN  LOS LÍMITES DE LA REALIDAD

                     En el camino que llevamos recorrido, hemos arrumbado ciertas
                     imágenes del átomo ( como la miniatura del sistema solar) para
                     sustituirlas por otras, si se quiere más sofisticadas (las nubes elec-





          148        EL GATO ENCERRADO
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