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(1773-1838), el marino y astrónomo estadounidense que tradujo
        cuatro de los cinco volúmenes del Tratado de mecánica celeste al
        inglés, añadiendo explicaciones, contó que cada vez que se encon-
        traba con la frase «es fácil ver que ... » sabía que le esperaban horas
        de duro trabajo para rellenar las lagunas.
            Pero estas manchas en su expediente no deben ensombrecer
        su genio. La física y, en general, la ciencia comenzaron una nueva
        etapa -sobre cuyos  cimientos  se  construiría  el  mundo  mo-
        derno- con la publicación en 1687 de los Principia de Newton.
        Pero, pese a lo que se suele creer, la física newtoniana no nació
        completa, perfecta. Nació inacabada. Tres matemáticos, Euler,
        Lagrange y Laplace se distribuyeron entre sí el mundo cuya exis-
        tencia había descubierto Newton. Se internaron en terrenos que
        habían sido considerados impenetrables y pusieron de modo defi-
        nitivo, y en esto reside su fama merecida, bajo el dominio de un
        único principio, de una ley unificada, todo lo que de  confuso y
        misterioso había en los movimientos de los cuerpos celestes. Esa
        ley era, cómo no, la ley de gravitación universal. Antes de Laplace
        nuestro sistema solar parecía destinado a perder Saturno, a ver a
        este planeta, acompañado de sus anillos, hundirse gradualmente
        en regiones desconocidas. Júpiter, por su parte, ese globo al lado
        del cual la Tierra es tan poca cosa, se hundiría en la materia incan-
        descente del Sol. Finalmente, los hombres verían la Luna precipi-
        tarse sobre la Tierra. Laplace demostró,  dentro de un orden de
        aproximación, que el sistema del mundo era estable y que ninguna
        de estas catástrofes cósmicas sucedería.
            Pierre-Simon de Laplace fue, en suma, uno de los más grandes
        newtonianos de todos los tiempos. Más que un innovador fue un
        vindicador de Newton. Nunca fue revolucionario, como lo fue el
        propio Newton o lo sería Einstein. Jamás cuestionó el marco que
        heredó. Aunque esto no quiere decir ni mucho menos que no hiciera
        grandes descubrimientos: la ecuación de Laplace, el carácter cí-
        clico de las desigualdades seculares de Júpiter y Saturno, así como
        de la Luna, la estabilidad del sistema del mundo, la hipótesis nebu-
        lar, la teoría analítica de la probabilidad, la regla de Laplace, las
        bases de la inferencia estadística, la transformada de Laplace, el
        desarrollo de Laplace para calcular determinantes, etc. Por no men-






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