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mientras nosotros retrocedemos hasta 1543, una fecha sin duda
simbólica en la historia de la ciencia.
COPÉRNICO Y KEPLER
En 1543 se publicó en Núremberg un libro cuyo título, De revolu-
tionibus orbium coelestium (Las revoluciones de los orbes celes-
tes), anticipaba la revolución que desencadenaría; no en vano se
conoce como «revolución científica» al período que va de media-
dos del siglo XVI --justo cuando aparece el libro- hasta finales del
siglo XVII -cuando se publican los Principia de Newton-. Una
revolución que afectó a la astronomía y a la cosmología, pero tam-
bién a otras áreas del saber, tan alejadas entre sí como la medicina
o las matemáticas. La revolución científica cuestionó lo que hasta
entonces se había entendido por ciencia, potenciando la importan-
cia de la experimentación y supeditando la validez de los desarro-
llos teóricos a su concordancia con los datos experimentales. Al
final del proceso, y con Newton como uno de sus grandes artífices
-junto con Copémico, Kepler, Galileo o Descartes- , surgió la
ciencia moderna en forma muy parecida a la actual.
El autor de ese libro revolucionario es, por supuesto, Nicolás
Copémico (1473-1543), del que cuenta la leyenda que recibió un
ejemplar del De revolutionibus en su lecho de muerte poco antes
de abandonar este mundo el 24 de mayo de 1543.
Hasta ese momento, la astronomía heredada de la Antigüedad
clásica establecía que la Tierra estaba firmemente asentada en el
centro del universo. A su alrededor giraban siete cuerpos, ordena-
dos de menor a mayor distancia: la Luna, Mercurio, Venus, el Sol,
Marte, Júpiter y Saturno - aunque no había unanimidad sobre el
orden en que se había de colocar a Mercurio, Venus y el Sol- , y
las estrellas fijas, todas ellas situadas en una superficie esférica,
que constituía también el confín último del universo.
Las estrellas fijas completan una rotación diaria alrededor de
la Tierra sin diferencias aparentes entre un día y otro, algo que no
ocurre con los cuerpos intermedios. Por ejemplo, nos parece que
38 LA GRAVITACIÓN Y LAS LEYES DEL MOVIMIENTO: LOS «PRINCIPIA»