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ción insuperable. Temía decir algo y que aquel joven militar notase
su acento palestino. Sabía que ello no favorecería sus intenciones de
ver a Ariel.
—Lo siento —le respondió el guardia a Abdud—, pero hasta
después de las tres, no puedo anunciar ninguna visita.
—No podría hacer una excepción, necesitamos ver al teniente
—insistió Abdud.
—Lo lamento, pero esas son las órdenes.
Fatma comenzaba a ponerse nerviosa ante la inflexibilidad del
vigilante, y no pudo evitar preguntar:
—¿Puede decirnos al menos si el teniente Kachka se encuentra bien?
—Ya le he dicho que no conozco a ningún teniente Kachka. En
este cuartel hay varios miles de personas, tendría que preguntar en
intendencia. De todos modos, a esta hora están todos en el comedor.
Vuelvan ustedes después de las tres.
Un hombre de unos sesenta años, de porte serio y severo, se acer-
có a la garita cuando ya Fatma y el señor Maher se disponían a aban-
donar el lugar ante la inflexible negativa del guardia.
—Buenos días —saludó el caballero elegantemente vestido que
acababa de aproximarse.
—Buenos días —respondió el soldado.
—Mi nombre es David Kachka. Soy el padre del teniente Ka-
chka, Quisiera poder hablar con mi hijo.
Tanto Fatma como Abdud se detuvieron en seco al escuchar a
aquel hombre. Se dieron la vuelta y volvieron apresuradamente has-
ta el lugar que acababan de abandonar contrariados.
—Perdone —le dijo Fatma al padre de Ariel mientras el centine-
la, que entonces no pusiera ningún reparo, llamaba por un teléfono
adosado a la pequeña caseta para comunicar la presencia de David
Kachka—, ¿es usted el padre de Ariel?
—Así es. ¿Podría saber quiénes son ustedes?
—Me llamo Fatma, Fatma Hasbúm, y este es el señor Abdud
Maher.
El padre del teniente no pudo menos que sorprenderse. No espe-
raba poder conocer a la mujer que había enamorado a su hijo hasta
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