Page 182 - Edición final para libro digital
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—Siéntate, teniente —le invitó el desconocido personaje.
                 Eitán así lo hizo. En una pequeña butaca que había justo frente
              al sujeto de la chilaba.
                 —No nos conocemos. Pero yo si conozco a tu padre, el capitán
              Sabel. Te preguntarás para qué te he hecho venir aquí.
                 —Pues no te equivocas. Es precisamente eso lo que me estaba
              preguntando.
                 —Bien. Será un placer disipar tus dudas.
                 —Te escucho —dijo Eitán con cierto tono desafiante.
                 A pesar de la situación, el joven no quería aparentar asustado.
              Sin embargo, la realidad era bien distinta. Eitán Sabel estaba ate-
              rrorizado. Sabía cuáles eran los métodos que solían utilizar aquellos
              hombres para hacer hablar a sus prisioneros, y daba por hecho que
              si le habían trasladado hasta allí habría de ser para interrogarle. Posi-
              blemente para conseguir información útil que luego pudiesen utili-
              zar para golpear a su nación con alguno de sus frecuentes atentados.
                 —Mi nombre es Boulus Musleh, soy el máximo responsable de
              Ezzeddin Al-Qassam.
                 —He oído hablar de ti. Eres también el responsable de los ata-
              ques indiscriminados a mi pueblo. El principal culpable de la muer-
              te de cientos de judíos inocentes. No puedo decir que sea un placer
              conocerte.
                 —No me hables así. No tienes idea.  Vosotros lleváis décadas
              ocupando nuestras tierras; las tierras de nuestros antepasados. Nos
              habéis sometido por la fuerza de las armas y os habéis apoderado de
              nuestro territorio. Tenemos derecho a luchar por aquello que nos
              pertenece.
                 El dirigente palestino hablaba alterado. Sin duda creía ciegamen-
              te en la razón que le otorgaba su argumento. Pero Eitán Sabel no
              estaba dispuesto a claudicar ante aquel hombre. A pesar del enorme
              miedo que albergaba, no quiso dejar pasar la ocasión de decirle a
              Musleh lo que él pensaba al respecto.
                 —Podéis seguir cometiendo atentados, matando a nuestros ci-
              viles y siendo responsables directos de la muerte de vuestra propia
              gente al involucrarles en esta guerra, pero jamás conseguiréis do-
              blegar a Israel. Estas tierras estaban habitadas también por nuestro

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