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Eitán sabía que tampoco los hebreos tenían simpatía alguna por
              los palestinos, pero, de todos modos, aquella estúpida estrategia de
              acusarse unos a otros, intentando cada cual vender al mundo su
              imagen de víctima, no había sido, ni sería, el mejor camino para
              alcanzar la paz. Mucho menos existiendo actores en aquel conflicto
              que nunca la habían deseado; pues abrigaban en aquella guerra la
              razón de su propia existencia.
                 Ante el inútil y peligroso sentido que tendría debatir con aquel
              exaltado, el joven Sabel decidió centrarse en lo que el palestino le
              acababa de decir.
                 —¿Qué te han comunicado mis superiores? —preguntó Eitán.
                 —Quieren que mantenga una reunión con un enviado vuestro.
              Un tal Ariel Kachka. Capitán Ariel Kachka. ¿Le conoces?
                 —No. Nunca le he oído nombrar.
                 —¿Seguro? —insistió Musleh.
                 —Seguro —se reafirmó Eitán.
                 —Pues al parecer será él quien negocie tu rescate. Tenéis suerte,
              ya que habíamos pensado en ejecutaros. Pero si liberan a algunos de
              los nuestros quizás podáis volver a casa.
                 —No tengo la menor idea de lo que estarán planeando negociar
              con vosotros a cambio de nuestras vidas. Pero si de mí dependiese, a
              estas horas estaría nuestra aviación convirtiendo en escombros todas
              vuestras madrigueras. Incluida esta, con nosotros dentro.
                 —Eres un estúpido que vas de héroe. Pero si quieres seguir vi-
              viendo no deberías ser tan prepotente. Ahora mismo podría volarte
              los sesos si me apeteciese.
                 Mientras amenazaba al teniente, el enfadado terrorista levantó el
              arma que estaba sobre la mesa y la apoyó en la frente del joven. Eitán
              disimuló su miedo, pero interiormente estaba aterrado. No confiaba
              en absoluto en la serenidad de aquel tipo. No dijo nada. Por un mo-
              mento cerró los ojos y esperó tenso el chasquido del percutor. Luego
              ya nada tendría importancia. Estaba convencido que en la muerte
              era más dolorosa la espera que el desenlace.
                 El palestino mantuvo el arma presionada sobre la cabeza de Ei-
              tán. La fuerza con que empujaba la misma mientras llevaba suave-
              mente el gatillo hacia atrás era tal, que a Eitán le causaba dolor. Pero

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