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CAPÍTULO 20.
a celda en la que permanecían encerrados los tres militares era
un cuchitril sucio y diminuto. Apenas seis metros cuadrados
Len los cuales se veían obligados a dormir hacinados sobre unos
viejos colchones en el suelo. En una esquina había una apestosa letri-
na de latón en la cual entraban y salían decenas de moscas, las mis-
mas que hacían dificultoso su descanso e impregnaban con sus patas
la, ya de por sí, nauseabunda comida que les servían un par de veces
al día, a través de una pequeña apertura bajo la puerta. Un poco
más a la izquierda, sobre un pequeño soporte, una vieja palangana
oxidada hacía la función de un lavabo. El zulo, húmedo y oscuro,
carecía de ventanas; y la puerta, de robusta pero muy deteriorada
madera de roble, tan sólo tenía una pequeña ventanita con tres rejas
de hierro carcomido.
Habían pasado ya dos días desde aquella masacre sufrida en
las estrechas calles de Gaza. Los tres cautivos tan sólo esperaban el
momento en que serían conducidos al patíbulo. Ninguno de ellos
confiaba en poder salir vivo de aquel infierno. De todos modos,
tampoco era algo que les preocupase demasiado. Aquella reclusión
era para ellos peor que la propia muerte. Víctimas de tal tortura,
podían considerar su ejecución como un alivio, una liberación que
terminaría con el dolor que perduraba aún en sus retinas. Habían
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