Page 176 - Edición final para libro digital
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Fatma abrió los ojos y su pesadez mental desapareció de súbito.
              Al ver a Ariel a su lado, casi rozándole el rostro con los labios, se
              abrazó a él instintivamente. Su boca busco ansiosa la del joven y
              ambos se fundieron en un largo y apasionado beso.
                 —¡Ariel, Ariel! —repetía eufórica la palestina—. Cuánto te he
              echado de menos.
                 —Cariño, hace menos de dos días que no nos vemos.
                 —Para mí han sido dos siglos. Te he necesitado tanto.
                 —Pues ya estoy aquí contigo. No te preocupes más.
                 Durante un buen rato, ambos se dedicaron entusiastas palabras de
              amor sin dejar de besarse. Luego, cuando ya su deseo había superado
              los límites de la voluntad, Ariel comenzó a quitarse la ropa. Mien-
              tras, la joven becaria también colaboraba frenéticamente en liberar el
              atlético cuerpo masculino de tan innecesarias vestimentas. Durante
              casi una hora, en la habitación tan sólo se escucharon jadeos. El vaho
              que desprendían sus ardientes cuerpos empañaba el gran espejo que
              formaba la puerta central del ropero. Fatma, desesperada, mordía con
              furia la almohada para que sus gritos no delatasen a los dueños de la
              casa el enorme estallido de placer ocurrido al alcanzar el éxtasis.
                 Terminada la ardorosa batalla sexual, ambos quedaron en silen-
              cio. Permanecieron abrazados sin decir una sola palabra durante
              unos cuantos minutos.
                 Fue al cabo de un rato cuando Ariel rompió el silencio.
                 —¡Te quiero! —dijo volviendo a besar a la joven.
                 Ella no respondió. Se limitó a clavar su mirada en los ojos del
              capitán. El brillo que desprendían aquellos luceros negro azabache
              encandilaba a Ariel de tal manera que no era preciso que ella le con-
              fesase su amor. Lo sentía en cada aliento junto a su boca, en cada
              sonrisa, en cada una de las gotas de sudor que recorrían su cuerpo
              exhausto de placer.
                 Finalmente, él la apartó levemente, poniendo el dedo índice so-
              bre sus labios cuando hizo ademán de decir algo. Quizás tan sólo
              una pregunta, o probablemente un ruego, una súplica para que
              aquel momento no finalizase nunca. Ariel no le permitió hacerlo.
              Debía decirle a Fatma la verdad. Una vez más deberían separarse
              y no deseaba acometer una despedida fugaz a la mañana siguiente.

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