Page 180 - Edición final para libro digital
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sido obligados testigos de la sangre derramada por sus compañeros
              en el desesperado intento por huir de aquella inesperada lluvia de
              fuego y metralla. En sus pocas horas de sueño no cesaban de sonar
              en su inconsciente los desgarrados gritos de los jóvenes, casi niños,
              aniquilados a su alrededor.
                 El sordo sonido de unos pasos acercándose puso en alerta al te-
              niente Sabel, el único que permanecía despierto en aquella eterna
              oscuridad de la celda. Sus dos subordinados, los soldados Erick Mai-
              los y Alfred Linsky, se habían quedado dormidos hacía un buen
              rato. No era aún de noche en el exterior, pero el aislamiento al que
              estaban sometidos y la permanente penumbra del zulo les habían
              hecho perder la noción del tiempo. Despojados de sus ropas, relojes
              y pertenencias al ser capturados, tan sólo disponían de sus propios
              pensamientos y de las escasas conversaciones, en voz baja, que siem-
              pre eran interrumpidas abruptamente por los gritos e insultos de los
              centinelas que les custodiaban; quienes, entre otras aberraciones, los
              sometían a un obligado silencio.
                 La vieja puerta de la mazmorra se abrió con un sonoro chirrido
              que despertó a Linsky y a Mailos. La Tenue luz del pasaje externo
              entro bruscamente haciendo que los tres muchachos se tuviesen que
              proteger los ojos, hipersensibles debido a la permanente oscuridad
              del pequeño recinto. Ante el umbral aparecieron dos hombres arma-
              dos. Un par de individuos de tez oscura, vestidos de negro y con la
              cabeza cubierta por pasamontañas del mismo color. En sus manos
              portaban sendos AK-47, y envainado en su cinturón, sobre un cos-
              tado, un cuchillo de grandes dimensiones; más que probable herra-
              mienta de tortura o sacrificio.
                 Los tres reos creyeron entonces que había llegado el momento.
              Aquel momento que daban por ineludible y que significaría el final
              de sus días. Sin embargo, uno de los dos portadores de los Kalashni-
              kov pronunció el nombre del teniente.
                 —Eitán Sabel, acompáñanos —dijo el más alto de los terroristas
              en un hebreo con pronunciado acento árabe.
                 —¿A dónde queréis llevarme? —le preguntó el joven teniente.
                 —No preguntes y ven con nosotros —fue la respuesta del indivi-
              duo de negro; quien había ya levantado el fusil para apuntar a Eitán.

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