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pueblo hace muchos siglos. Que no tuviésemos un estado propio no
                 nos ha restado nunca nuestro derecho a establecernos aquí. Nuestros
                 antepasados construyeron los templos y ciudades que ahora recla-
                 máis vuestros. Desde la existencia del reino de Judá, mi pueblo ha
                 morado en estas tierras. A pesar de haber sido sometidos durante si-
                 glos, Dios nos otorgó finalmente el derecho a habitar este territorio.
                 Queremos la paz y la convivencia en un mismo estado. Sois vosotros
                 quienes pretendéis exterminarnos.
                    —No seas blasfemo. Vosotros habéis ocupado por la fuerza el
                 espacio que sólo a nosotros pertenece, imponiéndonos vuestras leyes
                 y sometiéndonos a vuestras costumbres. ¿Cómo pretendéis así que
                 aceptemos una convivencia en paz? Os desviáis de los preceptos di-
                 vinos actuando en discordancia con nuestras creencias. Sólo la des-
                 aparición del pueblo de Israel devolverá a estas tierras su verdadera
                 dignidad.
                    Eitán tenía, sin duda alguna, una visión totalmente diferente so-
                 bre las creencias y los derechos territoriales de ambos pueblos. Pero
                 se dio cuenta de la inconveniencia de argumentar sus razones en tal
                 situación. Además, su vida corría serio peligro y no era recomenda-
                 ble acelerar un fatal desenlace. Optó entonces por esquivar el tema
                 para preguntar:
                    —¿Cuál es entonces la razón por la cual me has traído aquí?
                    —El ejército israelí me ha enviado un mensaje que te concier-
                 ne. Parece ser que tú serás nuestro principal argumento para poder
                 obtener la libertad de algunos de nuestros hombres secuestrados en
                 vuestras inmundas prisiones.
                    Eitán estuvo a punto de responder, pero prefirió mantener el
                 control de sus actos. ¿PRISIONES INMUNDAS...? Aquel sujeto
                 tenía la desvergüenza de llamar prisiones inmundas a las cárceles
                 de Israel cuando a él y a sus soldados les mantenían encerrados en
                 un agujero repugnante, rodeados de asquerosas moscas de mierda y
                 durmiendo en el suelo. Al joven Sabel le hervía la sangre al escuchar
                 las alegaciones de Musleh. Quien se definía como defensor de su
                 pueblo y no dudaba en esconder su armamento en escuelas y hospi-
                 tales, ordenando a sus seguidores a hacer la guerra parapetados entre
                 la población civil.

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