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entonces, y era el único episodio desde su dedicación a la causa que
                 conseguía castigar de vez en cuando sus conciencias.
                    —Usted nada sabe de eso. ¿Ha venido a hablar de nuestra libera-
                 ción o a acusarnos de la muerte de nuestro padre? —respondió Sabil
                 visiblemente alterado.
                    —No he venido a acusaros de nada. Sois vosotros mismos quie-
                 nes debéis cargar con ello en vuestras conciencias. Pero vuestra her-
                 mana Fatma, a pesar de todo cuanto ha sufrido por vuestra culpa,
                 no os odia. Al contrario, le preocupa lo que os pueda pasar. Por eso
                 creo que deberíais colaborar en esto. Por ella y por la memoria de
                 vuestro padre.
                    —¿En qué beneficiamos a Fatma ayudando en la liberación de
                 esos judíos?
                    —Vuestra hermana está enamorada. Sólo desea poder formar una
                 familia y ser feliz. Está siendo constantemente puesta en duda por ser
                 familiar vuestro y su relación se está viendo perjudicada por ello. Si
                 vosotros os comprometéis a no seguir atentando contra Israel y cola-
                 boráis para que esos tres soldados sean puestos en libertad, no sólo ob-
                 tendréis también la vuestra, sino que liberareis a Fatma de su pasado y
                 facilitareis su felicidad futura. Creo que le debéis al menos eso.
                    Los dos hermanos se miraron en silencio. Ambos tenían aún pre-
                 sente el recuerdo de su padre, y ese recuerdo no les gustaba. No ha-
                 bían pensado mucho en Fatma desde que ella se mudara a Tel Avid,
                 pero era de su misma sangre y no deseaban ser aún más culpables de
                 su sufrimiento. Durante el tiempo que llevaban en la cárcel habían
                 tenido tiempo para meditar, y si bien permanecían fieles a sus ideas
                 respecto a los derechos de su pueblo y a su deber de luchar por los
                 mismos, habían cavilado mucho sobre la forma en que lo preten-
                 dían. Hacía tan sólo unos meses que permanecían encerrados, pero
                 su radicalismo se había visto mermado considerablemente. No les
                 pareció intratable la oferta que Kachka les estaba haciendo, pero sí
                 conocían el peligro que suponía renegar de los métodos de Ezzeddin
                 Al-Qassam. Sus vidas pasarían a valer muy poco si los yihadistas
                 palestinos les consideraban unos traidores.
                    —Si hacemos lo que usted nos pide nuestra vida no estaría ga-
                 rantizada. Nuestro líder no nos perdonaría que abandonásemos la

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