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superado la ignominia que significara lo sucedido aquel día. Kachka,
por su parte, se dio cuenta al instante de su metedura de pata. Sus
buenas intenciones y su deseo de rehabilitar a los jóvenes le llevaron
a reabrir un tema del cual había evitado tener que hablar en todo
momento. Intentó desentenderse de la pregunta de Sabil. Pero este
insistió.
—¿Por qué nos comenta eso ahora?
Kachka decidió entonces que lo mejor sería decirles a los chicos
la verdad. Al fin y al cabo, era muy probable que, conociendo el
daño provocado a su hermana y el incondicional perdón de esta,
sus afectos familiares ejerciesen la influencia necesaria en sus ma-
nipulados razonamientos como para comprender la sinrazón de su
radicalismo.
—Por alguna razón, vuestra hermana ha sabido siempre lo ocu-
rrido aquel día.
—¿Le ha hablado ella de eso?
—No ha ido necesario. Nuestros servicios de inteligencia son
muy eficientes.
—Nuestra hermana tiene una relación con un militar judío. A
lo mejor no son necesarios tan eficientes servicios —dijo Sabil con
sorna.
—Así es. Ella es la prometida de mi hijo. Pero nunca me ha co-
mentado nada sobre ese tema.
Los Hasbúm no se sentían cómodos con aquella conversación.
Para ellos significaba un agravio que su hermana menor se hubiese
entregado a un hebreo. Y a pesar de haber aceptado tomar parte
en aquella operación, no disumulaban su contrariedad ante tal si-
tuación. Las ilusiones de David Kachka se vieron coartadas por
la áspera reacción de Sabil y Nabir. Se convenció entonces de que
difícilmente podría hacer razonar a aquellos dos. Su odio hacia Israel
era tanto y estaba tan incrustado en su raciocinio, que sería una tarea
inútil intentar que cambiasen de idea. Ante lo evidente Kachka optó
por no insistir.
—Comandante, ya puede llevárselos —le dijo a Smiter.
Los soldados se acercaron entonces a los presos y los subieron al
furgón; que inmediatamente se puso en marcha. Mientras, Kachka
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