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CAPÍTULO 27.











                     atma estaba extremadamente nerviosa. En su cabeza resonaban
                     una y otra vez las palabras que le dijera Saida y no podía evitar
                Fpensar en lo peor. La señora Levsky se disponía ya a marcar el te-
                 léfono de la policía cuando desde el apartamento vecino se escuchó
                 la voz de la canosa cisjordana.
                    —¡FATMA, FATMA! —Gritaba la señora Maher al no encon-
                 trar a la joven palestina en casa.
                    La muchacha salió a toda prisa hacia el pasillo, mientras la señora
                 Levsky, aliviada, colgaba el auricular y se encaminaba hacia el apar-
                 tamento de su vecina detrás de la joven.
                    —¡Saida!, ¿dónde se había metido? —preguntól Fatma a la an-
                 ciana, casi llorando.
                    —He salido a comprar algo para desayunar. No teníamos nada
                 en casa. ¿Qué te ocurre? —se interesó Saida al percatarse de la an-
                 gustia de la muchacha.
                    Fatma, sin decir más nada, se precipitó sobre la mujer y la ro-
                 deó con sus brazos, rompiendo definitivamente en sollozos sobre su
                 hombro. Aquel llanto era fruto de la desesperación y la alegría. Un
                 llanto nervioso que no podía controlar.
                    La añeja mujer la consolaba, pero sin llegar a comprender las
                 razones de aquella aflicción.


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