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Cuando la señora Levsky salió del cuarto, ya acompañaban a
                 Fatma otras dos moradoras del mismo edificio, que abrazando a la
                 desconsolada joven hacían lo posible por calmar su pena. Se en-
                 contraban las tres en el rellano. Al llegar la señora Levsky a su lado
                 se interesaron por lo ocurrido; ya que Fatma había sido incapaz de
                 explicarles lo acontecido. En aquel momento, la becaria era tan sólo
                 un lamento clamando el nombre de su querida protectora.
                    —¿Qué ha ocurrido? —preguntó a la señora Levsky una de las
                 que acompañaban a Fatma.
                    —Saida. Se ha quitado la vida.
                    —¿QUÉÉÉ? —exclamaron al unísono las dos mujeres.
                    —Está muerta. Parece ser que se ha tomado un frasco de pasti-
                 llas.
                    Ante el amago que hicieron las otras dos de dirigirse a la habita-
                 ción, la señora Levsky las detuvo.
                    —Es mejor que no vayáis. Hay que llamar a la policía y no tocar
                 nada hasta que lleguen.
                    Ambas estuvieron de acuerdo.
                    No tardó en llegar al lugar una patrulla que se hizo inmedia-
                 tamente cargo de las investigaciones. Durante toda la mañana el
                 trasiego en el apartamento fue constante. Un par de horas más tar-
                 de, después de haber ordenado el juez el levantamiento del cadáver,
                 cuatro hombres vestidos totalmente de negro salían del edificio con
                 un ataúd de roble, dentro del mismo hacía su último viaje la com-
                 prensiva y bondadosa señora Maher.
                    En la vivienda colindante se hallaba Fatma, rodeada y atendi-
                 da por la señora Levsky y varias ocupantes de la finca que habían
                 acudido al lugar, cuando, ante la puerta abierta, se presentaron dos
                 hombres.
                    —Buenos días. Soy el inspector Masen, y este mi compañero, el
                 subinspector Saban. Perdonen las molestias. Sé que no es el mejor
                 momento para esto, pero debo hacerles algunas preguntas —dijo
                 quien denotaba ser el jefe.
                    —Lo comprendemos —le respondió la señora Levsky—. Uste-
                 des deben hacer su trabajo.
                    —¿Quién encontró el cuerpo? —preguntó el inspector.

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