Page 248 - Edición final para libro digital
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Tomó de una de las alacenas el bote de café instantáneo y puso la
              leche a calentar para tener la infusión preparada en cuanto llegase
              su patrona. Pero pasaron los minutos, muchos minutos, y la mujer
              no regresaba. Entonces Fatma comenzó a preocuparse nuevamente.
              En realidad, en ningún momento había estado del todo tranquila.
              La frase pronunciada por Saida dos días antes seguía resonando en
              su mente. Casi una hora estuvo dando vueltas por la cocina esperan-
              do por la añeja cisjordana, hasta que, finalmente, decidió buscarla.
              Fue directamente a su cuarto, a pesar de que ya descartara el poder
              encontrarla allí. Incluso en caso de que la viuda de Abdud hubiese
              tenido la idea de cometer alguna locura, pensó la becaria, nunca lo
              haría en aquel lugar, al lado de donde ella misma dormía. Abrió la
              puerta. Fue al ver el cuerpo de la viuda sobre la cama cuando un
              grito desgarrador surgió de su garganta.
                 La octogenaria mujer se encontraba tumbada boca arriba, con
              un gesto de paz en su rostro y un frasco de pastillas vacío sobre la
              alfombra. Fatma se acercó gritando, desesperada. Le tocó la frente y
              pudo notar en su mano el frio de la muerte. Un frio que se trasladó
              a todo su cuerpo, haciéndola estremecer de pies a cabeza.
                 Mientras la joven lloraba desconsolada, abrazada al cuerpo inerte
              de Saida, sonaron con fuerza unos golpes en la puerta del aparta-
              mento. Era la señora Levsky que, alertada por los gritos de Fatma,
              había acudido presta a conocer lo ocurrido a sus vecinas. Fatma fue
              a abrir, y sin dejar de llorar recibió a la vecina, que nada más ver a la
              joven se temió lo peor.
                 —¿Qué ha ocurrido, Fatma?
                 —Saida. Está muerta —le respondió Fatma entre sollozos.
                 —¡Qué! ¿Cómo ha sido?
                 —Está muerta. Está muerta —repetía una y otra vez la mucha-
              cha.
                 La señora Levsky, ante la dificultad que mostraba Fatma para
              expresarse, se dirigió a la habitación de Saida. Nada más asomarse a
              la puerta abierta, observó horrorizada la escena. Tampoco ella pudo
              evitar romper en sollozos, gritando el nombre de su apreciada veci-
              na. Resistiéndose a creer que aquel exánime cuerpo sobre la cama
              fuese el de Saida Maher.

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