Page 293 - Edición final para libro digital
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—¿Eres tú, Fatma?
                    A su pregunta le respondió una voz femenina. Pero no era la voz
                 de su novia.
                    —¿Quién es usted? —preguntó extrañado Ariel— ¿No es ese el
                 número de Fatma Hasbúm?
                    —Sí. ¿Quién la llama?
                    —Soy el capitán David Kachka. ¿Quién es usted? —insistió
                 Ariel.
                    —Soy la señora Levsky. Fatma se olvidó el teléfono aquí cuando
                 se marchó.
                    Ante la evidente sorpresa de Kachka, la mujer le explicó lo ocu-
                 rrido aquellos días, y lo puso al tanto del regreso de Fatma a Gaza.
                     Al joven capitán le costó asumir lo que le decía. Estaba tan se-
                 guro del amor de la becaria que nunca se hubiese imaginado que
                 esta pudiese abandonarlo. Terminada la conversación con la señora
                 Levsky, llamó inmediatamente a su padre. Durante un buen rato,
                 el veterano abogado estuvo hablando con su hijo sobre las circuns-
                 tancias que habían llevado a Fatma a tomar aquella decisión. Si bien
                 obvió mencionarle el desencuentro que, en su relación con la joven,
                 había tenido su madre con esta.
                    Para Ariel aquello significó un gran disgusto. De repente se le
                 planteaba un problema mucho más importante que el que pudiese
                 ocasionarle cualquier sanción por desobediencia. Se sintió abatido, y
                 a punto estuvo de regresar junto al comandante Smiter y entregarle
                 el informe que llevaba con tal de poder salir inmediatamente en
                 busca de Fatma. Pero la razón se impuso a su pasión e inmediata-
                 mente sopesó las consecuencias de aquella idea. Si entregaba aquel
                 informe no sólo no podría salir antes del cuartel, sino que, muy pro-
                 bablemente, le obligasen a permanecer en él hasta que resolviesen
                 qué decisión tomar. Intentó tranquilizarse. Si algo no le convenía en
                 aquel momento era perder la calma. Pero era difícil para él mante-
                 nerse frío. Ya tenía, al igual que su padre, serias razones para pensar
                 que Gaza sería bombardeada. Quizás esa misma tarde comenzasen
                 las represalias, y Fatma no estaría segura en Jibaliya. Pero nada podía
                 hacer sin arriesgarse a ser arrestado; lo cual sería aún peor. Decidió
                 entonces permanecer en Haifa hasta el día siguiente, entregar el nue-

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