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El  tal  Rahmi  se  acercó  con  paso  lento y  pesa-
            do.  Era  un  hombre   muy  grueso,   de  cara  cua-
            drada  cruzada   por  unos  bigotes.  Resultaba  di-
            fícil  llegar a  ver  su  mirada  bajo  la  visera  de  la
            gorra que llevaba encasquetada hasta     las cejas.


            —Rahmi -dijo     uno  de  los  hombres-,  ¿has  re-
            cibido  la  visita  de  esos  chicos  de  Estambul
            que andan    buscando trabajo?

            —Sí-contestó     Rahmi.

            —¿Y los   has contratado?


            —¡Pues    no me faltaba   más!   -exclamó   Rahmi
            con tono gruñón.

            —Hombre,      tú eres el  más  rico de  la  zona,  así
            que  deberías   hacerlo -dijo el hombre,   guiñan-
             do un ojo a sus compañeros.

            —¿Quién,     yo?  -protestó  Rahmi-.    Pero  si  no
            tengo trabajo   para  ellos.  ¡Lo sabéis  de sobra!


            —Oye -dijo el    hombre-;    he visto trabajar a tu
             pastor.  Es  demasiado    viejo  para  guardar  un
             rebaño   tan  grande   como   el  tuyo.  Para  ser
             pastor  hay  que  correr  detrás  de  las  cabras  y,
             desde   luego,  el  viejo  Ahmet  parece  incapaz
             de  hacerlo.  Podrías  contratar a  esos  dos  chi-
             quillos  para  ayudarle;  tu  rebaño  estaría  mu-


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