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ños  de  su  edad   consiguieran   el  dinero  sufi-
           ciente  para el tratamiento de Semra.



           Desde   lo  alto  del  monte,  los  chicos  divisaron
           el  rebaño.  Efectivamente,    era  enorme.   Ten-
           dría, por lo menos, sus quinientas cabezas.     Es-
           taba  formado    por  magníficas  cabras   blancas
           de  pelo  largo,  rizado  y  lanoso.  Los  animales
           pastaban   en  un  prado que  bajaba  por la  ladera
           hasta  el  lago.  El  viejo Ahmet  se  encontraba a
           media altura  de  la  ladera,  para vigilarlas  mejor.
           Ni  siquiera  tenía  un  perro  para  ayudarle.  Hay
           muy   pocos  perros  en  Turquía  y  la  mayoría  de
           los rebaños están guardados sólo por el pastor
           o por el vaquero.

           —Buenos     días,  Ahmet -dijo Zuffu,   saludando
           al  anciano-.   Éste  es  Selim  y  yo  soy  Zuffu.
           Rahmi   nos  manda   para que te ayudemos.


           —¡Ah!,   de  modo   que  era verdad -dijo Ahmet.


           Su  cavernosa    voz  salía  por  debajo  de  los  bi-
           gotes   grises  que  cruzaban    su  cara  tostada
           por el sol.


           —Ya    había  oído  hablar  de  vosotros  al  vaque-
           ro,  pero  creí  que  eran  cuentos  suyos -conti-
           nuó el viejo-.  Rahmi no tiene los cordones de



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