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—Son cabras de angora... -explicó Ahmet-.
¿No ves cómo tienen el pelo rizado? Su piel
tiene mucha fama.
Su voz tenía un tono de orgullo, como si el
rebaño le perteneciera. Aunque, en el fondo,
¿no era más suyo que del verdadero dueño?
Era él quien asistía a los nacimientos de los
chivitos, quien los cuidaba con cariño y los
veía crecer día a día hasta convertirse en
aquellas cabras tan hermosas o en grandes
carneros de cuernos retorcidos. ¡Ah, sí! Era
como si él fuese el auténtico dueño.
Cuando una de aquellas cabras se moría, Ah-
met sentía tanto pesar como si hubiese per-
dido a alguien de su familia.
Los muchachos intuían todo eso oyéndole
hablar o viéndole acariciar con sus viejas ma-
nos aquellas pieles bien pobladas. También
sentían cuánto querían los animales a su pas-
tor; volvían hacia él sus amistosos ojos dora-
dos, y el viejo carnero tenía un aire de simpá-
tica malicia, como si compartiese secretos
con Ahmet.
—¡Si supierais la alegría que da recibir un ca-
brito que acaba de venir al mundo! -dijo el
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