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Se levantó y empezó a alejarse con su paso
lento y pesado.
—Y entonces, ¿qué pasa con los chicos? -le
gritó uno de los hombres.
—Bueno, bueno..., sí, de acuerdo -gruñó
Rahmi encogiéndose de hombros.
Cuando lo perdieron de vista, los hombres se
echaron a reír. Estaban encantados: habían
fastidiado al avaricioso de Rahmi y, a la vez,
le habían hecho un favor al viejo Ahmet, que
a duras penas podía guardar solo aquel in-
menso rebaño. Y, además, les habían echado
una mano a los dos niños.
De manera que, a la mañana siguiente, Zuffu y
Selim oyeron hablar de Rahmi, del viejo Ah-
met y del rebaño de cabras blancas. Como pa-
recía su última oportunidad, corrieron a casa
de Rahmi, que les recibió protestando porque
ya empezaba a dolerle la monedita que iba a
tener que darles el domingo.
Cuando Zuffu le agradeció que les proporcio-
nara trabajo, el hombre gruñó:
—No te alegres tan deprisa. Todavía no he di-

